Opinión Nacional

In Delirium

“Ser o no ser”, expresó Hamlet en su magistral monólogo. En la “Crónica de una muerte anunciada”, explica Gabriel Garcia Marques la validez universal de la idea de la muerte en vida. En “El club de los parricidas”, Bierce describe la insensata preparación del parricidio. Y Jorge Luís Borges, consciente de las vaguedades del yo, habla de Shakespeare en su “Everything and nothing”: – Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien.

No hay nada más humanamente vulgar, aunque a veces sea totalmente inconsciente, que jugar con la propia muerte en vida; y por eso la describen con tanta efusión los poetas y filósofos.

Es en parte por la inherente cualidad lúdica que albergamos los mortales, que existe también la debilidad de delirar; nos podemos creer magnos y omnipotentes, y creemos a menudo que sería una grandísima lástima nuestra propia desaparición (delirios de grandeza).

Que vengan las lloronas griegas. Que el vulgo desparrame su dolor ante nuestra desaparición. Que la imagen del inmolado adorne los altares. Que el duelo y la incertidumbre cunda ante la ausencia del líder redentor.

Lo que no saben estos egocéntricos señores es de pragmatismo universal: muerto el rey, viva el rey. Y el resto será sólo siempre historia que se decolora con el tiempo.

Me refiero a gente como Castro, Chávez, Mugabe, y tantos otros que murieron y que han de morir de verdad. No hablo de Cervantes, ni del Shakespeare que menciona Borges, ni de los anónimos personajes de Conrad o Mark Twain. Ni mucho menos de Einstein, Beethoven o Aristóteles (maestro de magnánimos). Ellos no han muerto en mí, ni en muchos, ni fácilmente sucumbirán ante el tiempo.

Alejandro Magno queda ahora “circunstancialmente” convertido en insigne paradigma actual de los débiles de espíritu; ya que, de alguna manera, su nombre siempre quedará ligado al magnicidio; y no por haber sido asesinado (pués murió de fiebre aguda), sino por su esplendorosa y magnífica grandeza, por lo de Magno.

El mediocre, muy al contrario, vive ilusoriamente de la historia de los demás; se la roba y la refuerza a su antojo utilizando a destajo arquetipos como Martin Luter King, Ghandi, Bolívar o cualquier otro icono social históricamente magnífico y establecido; creyendo, enfermizamente, que éstos tienen que ver con su propio yo y con la propia realidad de su tiempo.

El tiempo se trastoca en esas mentes fantasiosas que pretenden revivir en sí mismos episodios magistrales de lo poco que el sublime tiempo perdona. Es triste ver degradadas tales sublimidades, sobre todo si quien lo pretende no disfruta de vivencias magistrales o, al menos, de contundentes o incuestionables aciertos universales.

Hablar de magnicidio, para ser corto, involucra el hablar de grandeza probada, de legítimo e incuestionable amplio liderazgo, de quirúrgica sabiduría, de irrefutable conocimiento social, entre muchas otras cosas.

Nada de eso disfruta nuestro Hugo.

Sólo delira de grandezas. Sólo disfruta de un pequeño barniz de caletre primitivo. Sólo disfruta de una audiencia enajenada de las verdaderas virtudes humanas. Sólo disfruta del frustrado colectivo, que tantos años de oprobioso maltrato ha generado nuestra pasada sociedad.

¿Como hacer para lograr despertar de ese sofocante letargo a todos los afectados de tan insano delirio?
Podríamos decir que querer morir héroe es un deseo legítimo y universal. Es parte de nuestra frustrada e inexplicable manera de discurrir en busca de una “satisfactoria” verdad.

Pero quiero recordarles que merecer ser magno es algo mucho más complicado y especial; tiene que ver con el otro, con los otros, con el verdadero amor al entorno. Con el verdadero amor a sí mismo y con una inequívoca actitud de humildad; de esa humildad que permite el entendimiento de la totalidad.

Lamentablemente para todos, puedo decir que como Hugo, irreversible y recalcitrantemente se mantiene ajeno a tales formas de introspección, difícilmemte logrará algo magnífico.

A no ser la definitiva instauración de una magna insensatez.

Liko Perez
Estocolmo 2005-03-06

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