Opinión Nacional

Inamovibles e intragables

Quien visite por primera vez a Venezuela y vea la proliferación de afiches con las imágenes de sonrientes aspirantes y aspirantes (más los primeros que las segundas) a diferentes cargos de elección popular, quedará convencido de que aquí lo que sobra es democracia. Y afirmarán que
todo lo que se dice sobre la vocación dictatorial del presidente Chávez, son viles patrañas.

Habría que machacar una y otra vez -para que las almas ingenuas lo entiendan- que lo menos
indicativo de la conducta democrática de un gobierno es la realización de elecciones. En la Unión Soviética, aún en los tiempos más oscuros y trágicos de la era estaliniana, existía una Constitución
con base a la cual se convocaban elecciones y hasta referenda en forma periódica. Recordemos que ningún régimen se burló tanto de la palabra democracia, como el comunista soviético: muchas de sus repúblicas satélites, como la Alemania oriental, tenían adosado a su nombre el calificativo “democrática”. Nada ha proliferado más en la Cuba aplastada por la voluntad omnímoda de Fidel Castro, que las elecciones en las que el dueño de ese país salió siempre victorioso.

Claro que pueden ocurrir sorpresas como el referendo que perdió Pinochet en 1988, el triunfo de Violeta Chamorro frente a Daniel Ortega en 1990, las elecciones que sacaron del poder a Fujimori en 2000, el referendo que perdió Chávez en 2007 y la derrota del casi eterno Mugabe -el amigo del alma de Chávez- en los recientes comicios de Zimbabue. Son precisamente esa clase de sorpresas las que hacen imperativo votar sin detenerse en lo arbitrario y tramposo que sea el régimen imperante.

Si bien los mecanismos internacionales han sido ineficientes para impedir que la tiranía de Fidel Castro se haya prolongado por casi medio siglo, la de Mugabe durante 28 años y otras por el estilo; las cosas no se les presentan fáciles a los recién llegados que aspiran seguir esos ejemplos. ¿Acaso no quisiera Chávez -militar, militarista y golpista- quitarse de encima el pesado fardo de una Constitución que de vez en cuando debe acatar; la molestia de fundar un partido en el que algunos se creen con derecho a
opinar y hasta disentir y, para colmo, tener que convocar elecciones en las que la Oposición puede competir? Pero el llamado consenso democrático, una de las consecuencias de la globalización que él tanto detesta, lo obliga a fingir, a simular que es un demócrata.

Esos mecanismos internacionales encargados de vigilar el respeto de los gobiernos a los principios democráticos, no pueden y otras veces no quieren profundizar en la conducta real de los gobiernos. Si así lo hicieran quedarían escandalizados por las declaraciones del vocero autorizado del PSUV, militar por supuesto, quien por la calle del medio anuncia que las bases del partido decidirán las candidaturas a gobernadores, alcaldes y otros cargos pero que hay candidatos inamovibles. En otras palabras: unos
viajan en la primera clase del barco oficialista y otros van de polizontes. Por supuesto que los primeros son los ya elegidos por el comandante en jefe del país y de todo lo que exista dentro del mismo. Y como si fuera poca la burla a la militancia chavista, los resultados de las elecciones internas serán también internos. Es decir que en ese cuartel con apariencia de partido político, no solo está prohibido tener aspiraciones no avaladas por Chávez, sino también saber cómo y por quién votó la base partidista. La
democracia a secas, según patrones universales, es aquella que debe garantizar el secreto del voto. La participativa y protagónica inventada por Chávez, garantiza además el secreto del escrutinio y de los resultados.

Los opositores nos regocijamos con toda razón, por el malestar que la dedocracia caudillista, sin caretas ni retoques, ha ocasionado en el seno del chavismo y de quienes han sido sus aliados incondicionales. Nos fascina ver como cunde la rebeldía y se alzan quienes hasta ayer aguantaron muchos atropellos. Es que no soportan quedar sin su pedazo de la torta que reparten el ventrílocuo Hugo Chávez y su muñeco el general Alberto Müller Rojas. Pero antes de reírse de la desgracia ajena hay que detenerse para ver hacia adentro de nosotros mismos. ¿Está en mejores condiciones la Oposición?

Todas las encuestas coinciden en que nunca, en los últimos diez años, se había presentado mejor oportunidad de propinarle una derrota contundente al chavismo. Los dirigentes de los partidos y grupos que procuran representarla acordaron ante el país un pacto de honor: postularían candidatos únicos
para enfrentarlos a los del oficialismo. Sin embargo hemos visto proliferar aspirantes de todas las toldas y tendencias e incluso varios dentro de una misma organización.

Lo preocupante no es que eso ocurra, es natural que quien aspira a una posición se promocione. Lo que angustia es la guerra soterrada -en muchos casos abierta- que se ha desatado entre aspirantes no dispuestos, aparentemente, a respetar ese pacto unitario. Lo que mortifica es ver a jóvenes con un liderazgo ganado por su trayectoria, a punto de lanzarlo al basurero por actuar como chavecitos queriendo imponer a sus propios elegidos. Nos produce malestar que un dirigente universitario sin ninguna experiencia ni la madurez que ésta da, aspire a la alcaldía más compleja del país; su
único aval es la simpatía que despertó como uno de los dirigentes del movimiento estudiantil en 2007. Pero que un partido que aspira a ocupar un espacio importante en la vida política lo postule, es todavía peor.

Me parece decepcionante que Manuel Rosales, ex candidato presidencial en 2006, olvide que más de cuatro millones de venezolanos le dieron sus votos para ocupar esa posición y ahora compita por regresar a la alcaldía de Maracaibo. Su tarea debió ser la que ahora cumple Ismael García, hasta ayer
chavista contumaz: interpretar los reclamos del país y no dejarle pasar una al gobierno sin reaccionar al instante. Pero el poder, de cualquier nivel, parece una droga que en algunas personas crea una adicción insuperable.

Ojala que esta vez, como ocurrió con las muchas que hicieron naufragar a la
cuarta república, no repitamos en la realidad las palabras del himno
nacional: el vil egoísmo que otra vez triunfó.

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