Opinión Nacional

Integridad quebrantada

Cuando una parte mayoritaria de la sociedad venezolana consideró que un oficial golpista, de pocas luces y afán exhibicionista, podía regir el destino de la nación, amarró el carro de ésta a los bueyes de la ilegalidad y el sobresalto. Porque mal podía pensarse que una prolongada conspiración y un golpe de Estado eran los antecedentes más idóneos para un líder que, además, no podía jactarse de logros académicos ni mayores méritos en su hoja de servicio. Debemos afrontar la verdad: al votar masivamente por Chávez, hombre ruidoso y mediano, de talante rústico, conocido por dar un rodeo a la institucionalidad y a su uniforme, el país selló su disposición a irse por atajos.

¿Cómo podía alguien pensar que un militar golpista sería el abanderado de la democracia? ¿Por qué un felón iba a ser guardián de la legalidad? ¿Por qué creer que alguien que quebranta las leyes va a hacerlas cumplir, en procura, según, de erradicar la corrupción y las desigualdades sociales? No.

Chávez nunca fue garantía de paz, institucionalidad, decencia ni prosperidad. Siempre fue una promesa de tumulto, llamarada, grito y confrontación. Esa parte del país que decía amarlo le otorgó el triste papel de brazo ejecutor de la revancha. Rostro del resentimiento. Había, vete a saber por qué, la tentación de descarrilarse, de correr por la senda de la anarquía y hete aquí que había asomado el jinete propicio.

Por eso votaron por Chávez, quien rápidamente pondría ciertos ministerios, embajadas e institutos autónomos en manos de antiguos atracadores de bancos, secuestradores, extorsionistas y encapuchados.

Ninguno de ellos ha renegado de su prontuario y más bien lo exhiben como credencial revolucionaria, que la República debe premiar con canonjías y diputaciones.

En diez años de hegemonía, Chávez ha instalado en Venezuela un vandalismo de Estado que se expresa a través de muchas manifestaciones; y que en los últimos días ha marcado la cotidianidad nacional. Entre otros abusos, la confiscación de 1.669 kilos de arroz en un supermercado del este de Caracas destaca por la evidente intención de exhibir el poder sin límites y de convertir a la ciudadanía en cómplice de los atropellos.

Esta medida en modo alguno fue concebida para prestar un servicio a la comunidad ni mucho menos aplicar alguna ley. El objetivo es castigar al sector privado –no imponer normas, ni garantizar los derechos de los consumidores–, satanizar a los comerciantes y, sobre todo, captar cómplices, repartir beneficios espurios que pringan a quienes los reciben. Que no quede un solo héroe de la dignidad. No otra eficiencia debe esperarse de estos capos-funcionarios.

Toda organización forajida busca el establecimiento de una sociedad de cómplices.

Los golpistas, secuestradores y ladrones de bancos que están en el Gobierno dirán que el provecho de sus crímenes fue para la causa, para el partido, no para ellos. Aun si creyéramos eso, viviríamos en la certeza de que estos tipos otorgan validez al delito. Con la versión adecuada, se descuelgan por el crimen. Muy tranquilos. De allí su permisividad con la corrupción administrativa, el silencio frente a los manejos dolosos, la mudez ante las contrataciones ilegales, el mutismo ante las ingentes cantidades de dinero desviados hacia el extranjero, los labios sellados frente a los contratos, las comisiones, el dispendio, la fiesta que han armado con los recursos de la nación. Se trata de que todo el mundo quede untado con la brea nauseabunda del latrocinio, del botín arrebatado a su dueño, ya sea éste la nación o un particular. Todo el que compra arroz aventado en medio de la calle, voceado por tipos con franelas rojas, sabe que está siendo corrompido, envilecido. Le están llenando la panza de arroz cocido en el vapor de la violación del derecho ajeno. ¿O es que ningún trabajador se va a ver afectado por esa incautación? Con el saco de granos le están clavando el rabo de paja.

Todo esto terminará cuando el país se convenza de que la violencia no conduce a la paz; la destrucción de empresas no avena en el empleo ni en la prosperidad; la corrupción no es antesala de la transparencia.

En suma, que la ruta criminal jamás recala en la institucionalidad y que mientras el golpista del 92 rija el destino de Venezuela, la ley será una sombra huidiza.

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