Opinión Nacional

Jesús Sanoja Hernández

Entre los amigos que conocí recién llegado a Caracas, en 1947, cuando vine a estudiar en el viejo Instituto Pedagógico Nacional, uno de los primeros fue Jesús Sanoja Hernández.

Jesús, a quien algunos llamaban Sanojita, venía de su lejana tierra guayanesa y estudiaba en la UCV, en su vieja sede de San Francisco, actual Palacio de las Academias. Frecuentábamos la Biblioteca Nacional, que quedaba al lado, casi a diario, y allí solíamos reunirnos para diversos fines, además de estudiar o simplemente leer. Ya Jesús comenzaba a ser el feroz devorador de libros y periódicos que siempre ha sido. La Biblioteca era, además, lugar de citas políticas, galantes o bohemias. Unas veces se conspiraba contra la dictadura. Otras, se citaba uno con la novia para ir al cine.

Muy cerca, de Bolsa a Pedrera, frente a la Sastrería Ramírez, cuyo eslogan publicitario era “Ramírez crea, no imita”, quedaba un pequeño bar, casi una taguara, llamado La Peña, donde solíamos beber cerveza. Como yo tenía una beca de 120 bolívares, de los que mensualmente gastaba sesenta en una pensión de Pastora a Puente Monagas Nº 22, gasto que incluía habitación, las comidas y ropa limpia, me quedaban otros sesenta para cualesquiera otras cosas, entre ellas pagar a veces las cervezas. Sin embargo, había momentos en que nadie cargaba nada en el bolsillo, o a lo sumo para el autobús, y entonces teníamos que recurrir a otros medios para pagar las cervezas. Si el portugués de La Peña estaba en buena tónica, nos fiaba. Si no, había que empeñar algo. Jesús siempre recuerda que una vez yo dejé empeñado el reloj, que nunca volvió a mis manos.

Con el tiempo Sanoja se fue haciendo periodista, especialmente de opinión, uno de los más completos, mejor informados y brillantes que hayamos tenido en Venezuela. Maestro en el artículo breve, ágil, sagaz, durante largo tiempo firmaba con pseudónimos, de los cuales usó varios. Tantos, que Joaquín Gabaldón Márquez lo llamaba El Fugitivo, que era el título de una serie de TV cuyo protagonista, prófugo de la justicia, vivía clandestinamente y usaba diversos nombres.

Una de las columnas periodísticas de Sanoja en El Nacional se llamaba “Mentiras”. En una ocasión ganamos juntos el Premio Nacional de Periodismo, él en la Mención Opinión, y yo en Docencia e Investigación. Fue bajo la primera presidencia de Carlos Andrés Pérez. Después de la entrega de los premios hubo un coctel en Miraflores. Jesús y yo andábamos juntos, y nos sentíamos en aquel ambiente como cucarachas en baile de gallinas. Nos situamos, tímidamente, en un lugar un poco apartado, pero hasta allí nos llegó el mismísimo presidente, quien, al saludarnos y felicitarnos, le dijo a Jesús, con su marcado acento gocho: “¡Caramba!, Sanoja, usted nunca se imaginó que iba a ganar un premio diciendo mentiras”.

Además de brillante periodista, Sanoja es también un notable poeta. Su único poemario publicado es La mágica enfermedad, muy hermoso y de gran valor, que, por cierto, tuve la satisfacción de que apareciese en Monte Ávila cuando me tocó presidir esa noble empresa del Estado. La poesía de Jesús expresa un lirismo subjetivo de una implacable autenticidad.

Durante muchos años Sanoja se dedicó igualmente a la docencia, y un considerable número de periodistas venezolanos pasaron por sus cátedras –nunca mejor llevado ese nombre–, en la vieja Escuela de Periodismo de la Universidad Central, después rebautizada como Escuela de Comunicación Social. Ya jubilado, Jesús goza del buen recuerdo, el afecto y la admiración de los centenares de alumnos que pasaron por sus aulas.

Atrincherado en su cerril discreción, Jesús Sanoja Hernández es uno de los venezolanos más eminentes que haya dado nuestro país.

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