Opinión Nacional

Joropo y milonga

En diciembre de 1962, por razones que ya no recuerdo, mi marido y yo
elegimos Buenos Aires como una de las ciudades sureñas donde pasaríamos
nuestras vacaciones. Vivían allá familiares que no conocíamos y el dólar a 4.30
hacía especialmente atractiva esa región del continente. A nuestro agente
de viajes se le ocurrió reservarnos una habitación en el Alvear Palace, el
hotel más exclusivo de Buenos Aires, y ese fue uno de los detalles que
agregó exotismo a nuestra venezolanidad absolutamente desconocida para los
familiares porteños. Por las preguntas que nos hacían pudimos deducir que ni
siquiera tenían claro en qué lugar del mapamundi se ubicaba el país de donde
venían esos primos multimillonarios, que además se vestían de manera extraña
porque ella (es decir yo) usaba medias panty de nylon cuando ya comenzaba el
verano. Las mujeres argentinas se despojaban de esa prenda de vestir apenas
el calendario oficial anunciaba el fin de la primavera y quien la usara
tenía, cuando menos, un tornillo flojo. Con los años y las numerosas visitas
a mi amada Buenos Aires, supe de la rigidez homologadora que padecían los
argentinos en términos de vestuario y costumbres.

Diez años después la ignorancia sobre Venezuela era casi la misma. Hice
amistad, en un congreso internacional, con una profesora universitaria
argentina que hacía preguntas tales como si en Caracas había algún teatro,
si teníamos orquesta sinfónica, si llegaban películas italianas y francesas
y así por el estilo. La invité a venir a Caracas y alojarse en mi casa, su
fascinación no tuvo límites: en una pequeña fiesta entre amigos la gente
comenzó enseguida a tutearla, alguien hasta le palmeó la espalda y la invitó
a echarse un palito (por suerte mi amiga era argentina y no mexicana) Luego
vio a unas parejas contoneándose al ritmo de un merengue dominicano y me
preguntó qué música era ésa. Al día siguiente, la Ciudad Universitaria y el
teatro Teresa Carreño la dejaron boquiabierta y el Ávila la enloqueció. Quiso volver una
y otra vez.

Con la crisis económica argentina de fines de los 60 y comienzos de los 70,
centenares de venezolanos descubrieron a Buenos Aires como la ciudad en la
que se podían ver los mejores espectáculos, comer la mejor carne, beber el
mejor vino y comprar objetos de cuero, por un puñado de nuestros baratos
dólares. Los empobrecidos argentinos nos recibían con una mezcla de gratitud
y rabia. Justamente en esa poca participaba en una conferencia de la ONU,
en Buenos Aires, cuando derrocaron a Isabel Perón. Me asombró la naturalidad
con que la mayoría asumió aquel suceso, tanto que esa misma tarde el
comercio, los restaurantes y los cines funcionaban normalmente y al día
siguiente se reanudó la conferencia. Solo cuando vi automóviles en los que
iban unos tipos con impermeables, sombreros, lentes oscuros y sus
ametralladoras asomando por las ventanillas, sentí un escalofrío premonitorio
de lo que le esperaba a ese país.

Al poco tiempo comenzaron a llegar los exiliados argentinos, sumados a los
chilenos y uruguayos. Fue a los venezolanos a quienes tocó entonces
descubrir a personas con un marcado acento que era su marca de fábrica, con
una educación esmerada que se reflejaba en su facilidad de expresión y rico
vocabulario y a profesionales de distintas disciplinas que pronto pudieron
insertarse en el mercado de trabajo. Se suele decir que aquí los recibimos
con los brazos abiertos, lo cual no es estrictamente cierto porque pronto
cundió la especie de la arrogancia y pedantería sureñas, especialmente de
los argentinos. Y es exagerado afirmar que jamás se les discriminó, solo que
los venezolanos -poco proclives al extremismo- hacemos casi todo a medias, y
hasta cuando discriminamos somos medio discriminadores y siempre con un
toque bonchón. Cuando Venezuela fue sede de los Juegos Panamericanos en 1983
un graffiti en Barquisimeto parafraseaba así el Decreto de Guerra a Muerte,
del Libertador Simón Bolívar: !Argentinos y chilenos: contad con la muerte
aún siendo uruguayos! Por supuesto que era solo una forma bonchona de
expresar disgusto por la cantidad de sureños empleados en la organización de
esos juegos.

Los argentinos que vivieron en Venezuela como exiliados, crearon lazos de
afecto y gratitud con este país; aquí nacieron muchos de sus hijos y aquí
encontraron libertad en todos los sentidos, hasta para zafarse de la rigidez
de los usos sociales de su país. Una amiga que vivió exiliada diez años en
Venezuela y retornó a la Argentina al caer la dictadura militar, me contó
entre lágrimas que cuando Jaime Lusinchi fue en visita oficial a la Buenos
Aires, durante el gobierno de Alfonsín, los argentinos que habían estado
exiliados en nuestro país, con sus hijos venezolanos, le organizaron un
almuerzo multitudinario. Todos enarbolaban la bandera tricolor y cantaron en
coro Gloria al Bravo Pueblo, además de ofrecerle una placa como
agradecimiento por el cálido asilo que recibieron en Venezuela.

Hoy la relación argentino-venezolana es muy estrecha, no solo porque unos cuantos
de aquellos que aquí se refugiaron huyendo de una dictadura militar, aplauden
la autocracia militarista de Chávez; sino porque como en el tango Cambalache:
«No hay aplazaos ni escalafón, los inmorales nos han igualao…..es lo mismo él que
labura noche y día como un buey, que él que vive de los otros, que él que mata,
que él que cura o está fuera de la ley». Kirchner es popular y la sucesora imbatible
porque -sin importarles la calaña de su salvavidas financiero- los argentinos
sienten que la economía mejoró y la crisis del corralito quedó atrás como un mal recuerdo.

Y Chávez sabe que mientras el odioso imperialismo yanqui siga importando petróleo
venezolano, él podrá reelegirse hasta el fin de sus días y comprar adhesiones en todo el
mundo, incluido este pobre país con mayoría de chavistas pobres que esperan recibir
alguna vez su tajada y minoría de saqueadores revolucionarios del tesoro público.

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