Opinión Nacional

Juego de masacre

Cada uno es dueño de su vida y, si bien muchos seres humanos no tienen la suerte de poder elegir la mejor vida, esa vida soñada donde todo es armonía y bienestar, lo que llamamos vida, existencia o como queramos llamarla es de nuestra absoluta propiedad.

Algunos tenemos «vida pública»; otros, anónima, aunque nadie es del todo anónimo si tiene familiares y compañeros de trabajo. Quien más quien menos, todos tienen cierto grado de exposición.

En las casas de inquilinato, como se denominaban los famosos conventillos, la privacidad de los «anónimos» era casi nula. Desde la encargada hasta los proveedores sabían vida y milagros de todos los ocupantes de esas torres de Babel donde convivían tanos, gallegos, rusos, turcos y criollos en, a veces, no tan alegre montón. Pero aun en esos ámbitos tan variopintos y apretujados había secretos escondidos tras las apariencias. Familias supuestamente ejemplares ocultaban conductas no tan decentes como se podía pensar, y otros grupos considerados sospechosos de hechos delictivos o inmorales sorprendían por actos impensadamente humanitarios y piadosos. Hoy, en un mundo convulsionado donde las noticias vuelan por redes de tecnología que informan al instante, son muy pocos los secretos que pueden mantenerse como tal, y salpican con su barro escandaloso la vida y hasta la muerte de famosos y la existencia de ignotas víctimas de las debacles económicas. De Michael Jackson a Luis Miguel, y de ocupantes de shoppings deambulando y durmiendo en los bares y restaurantes del complejo a infiltrados  en aeropuertos internacionales viviendo en las instalaciones del lugar como en un limbo sin nacionalidad, todos están (estamos) en la mira, no ya de las aparatosas cámaras televisivas de la segunda mitad del siglo pasado, sino del minúsculo celular, que registra robos y orgías con absoluta claridad en nítidas imágenes que se reproducen en facebooks y redes de comunicación que dan la vuelta al mundo en ochenta segundos y ¡reíte de los ochenta días de Julio Verne! Dentro del gran tinglado de la vida pública, por la fuerza de la necesidad de morbo de las masas -que produce millones y millones de dólares, euros o yenes, según cotizaciones que varían con las épocas, para los dueños de los medios masivos de comunicación-, encontramos mediáticos voluntarios dispuestos a vivir duelos, enfermedades, gozos, bodas, funerales, casamientos, divorcios, nacimientos, abortos, muertes y resurrecciones con cámaras testigo.

Luego entran a tallar los involucrados para bien o para mal en esos avatares, que se convierten en nuevos títeres del juego de masacre, y cerrando el cortejo llegan los que, celosos por la notoriedad lograda por los protagonistas del escándalo, vociferan confesiones y declaraciones rimbombantes, en una especie de competencia de llantos, congojas, ironías e improperios que por deformación y malversación de valores son concebidos como «esparcimiento y solaz para las masas abatidas por una realidad social crítica y deprimente». O sea que combatimos la depresión viendo depresiones, nos divertimos con la desdicha ajena y nos consolamos creyéndonos mejores que esos seres algunas veces ricos y famosos, y otras pobres y lastimosos.

Cada uno es dueño de su vida y, si quiere publicarla, venderla o rematarla, ésa será una decisión que, nos guste o no, es propiedad intelectual de los protagonistas. Los que se niegan a hacer público lo privado deberán exigir el mismo respeto. Incluso algunos de los que nunca mostraron nada, si un día se les da la gana pueden cambiar de bando por decisión propia, y ellos y sólo ellos decidirán sobre las condiciones de la entrega. No deben ofenderse entonces los buscadores de chimentos si alguien se queja por invasiones a la privacidad, porque el «derecho de autor» seguirá perteneciendo al interesado, que al abrir la puerta a los leones del circo romano debe asumir el riesgo de ser devorado, pero también puede ejercer el derecho a defenderse si es herido cruelmente. Este vejete que aquí escribe aconseja no meterse en problemas y mantener cerrada la entrada al juego de masacre. Nadie sale impoluto de él, y hay barros que no se limpian con ningún quitamancha.

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