Opinión Nacional

Jugar el juego completo

En la situación que actualmente vivimos en Venezuela es explicable, y hasta natural, la impaciencia que invade a mucha gente, sobre todo a los jóvenes, que no han vivido otras experiencias como esta. Pero eso no hace que la impaciencia sea menos peligrosa en el campo minado de la política.

Frente a la temeraria y obscena decisión del CNE respecto de las firmas enviadas a “reparación” –término absurdo en este caso, que dice mal de la cultura idiomática de los pomposamente llamados “rectores”– la impaciencia, unida a la visión romántica de la política, han inducido a mucha gente a rechazar la posibilidad de ocurrir a ratificar la validez de su firma (Y lo de romántico no lo digo peyorativamente, pues yo también lo he sido, y lo sigo siendo en muchos aspectos). No me refiero, por supuesto, a quienes han asumido esa misma actitud, no por impacientes ni románticos, sino con el indisimulado propósito de pescar en río revuelto, con un asqueroso sentido oportunista.

Creo que es un error. Cuando uno acepta jugar un partido de cualquier deporte –es una metáfora, no se entienda mal–, tiene que hacerlo completo, es decir, jugar todo el partido, aunque sepamos que el árbitro esté descarada y cínicamente parcializado a favor del contrario. Un juego se pierde jugando, o sea, peleando, no por forfeit.
Nadie fue a este juego engañado. Todo el mundo sabía que íbamos a jugar en el terreno del contrario, que este era –es– ducho en trampas y ardides de mala ley y que jugaríamos en desventaja. Pero aceptamos ir así, y ahora es preciso continuar el partido hasta el final, para que nadie pueda decir después que no agotamos las posibilidades y recursos.

Si la presión popular y la habilidad de los líderes de la oposición –necesariamente promiscua, y por ello a veces errática y contradictoria– logra del CNE un mínimo de condiciones aunque sea medianamente aceptables, debemos ir al requetefirmazo. De hacerlo así, hay sólo dos posibilidades: o se da el referendo y lo ganamos, o el gobierno, para impedirlo, tiene que seguir haciendo, hasta completarlo, el megafraude tempranamente anunciado por el presidente Chávez. En ambos casos salimos ganando, en el primero obviamente, en el segundo porque el gobierno sigue deslegitimándose y envileciéndose. Todo esto, por supuesto, sin abandonar las acciones de masas y la presión popular, pues en política no hay que andar con un solo pie, sino con los dos, o con más, si es posible.

En 1952, cuando el dictador Pérez Jiménez convocó elecciones para Constituyente, Rómulo Betancourt, desde el exilio, ordenó a su partido Acción Democrática abstenerse, “para no convalidar la farsa electoral”. Las fuerzas restantes, el PCV, URD, COPEI y los independientes democráticos, no caímos en esa trampa, y al final los mismos adecos desobedecieron las órdenes de su jefe lejano, y concurrieron masivamente a votar. Resultado: la oposición ganó en forma abrumadora, y eso obligó al dictador a ordenar descaradamente al Consejo Supremo Electoral la adulteración fraudulenta de los resultados, que ya se conocían, es decir, un megafraude, equivalente a lo que hoy se llama darle la patada a la mesa o el palo a la lámpara. Lo cual trajo como consecuencia inmediata la renuncia del presidente del CSE, Vicente Grisanti, cuya dignidad demostró que no era un carrasquero cualquiera, y la de otros miembros del Consejo.

¿Fue una derrota? Sí y no. Sí, porque no se logró el objetivo, que era elegir una Constituyente mayoritariamente de oposición, que obviamente sacaría del poder al dictador. No, porque al obligar a Pérez Jiménez a consumar el megafraude, moralmente él fue el derrotado.

En política todo se acumula, triunfos y derrotas por igual. Lo mismo que los errores. A la larga el fraude perezjimenista de 1952 influyó en el derrocamiento del dictador el 23 de enero de 1958.

¿No le tienta ahora a la oposición jugar la doble carta de ganar el referendo revocatorio, o en su defecto obligar a Chávez a consumar el megafraude?

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