Opinión Nacional

La Autonomía Universitaria hoy

El concepto de autonomía universitaria es consustancial con la idea misma de universidad. Lo delicado y complejo de la misión que la universidad, considerada en abstracto, tiene asignada determina que sólo mediante la autonomía las universidades puedan cumplirla a cabalidad. Esto vale lo mismo para las universidades creadas y financiadas por el Estado, erróneamente llamadas “oficiales”, que para las creadas y financiadas por particulares, conocidas, también erróneamente, como “privadas”. Una sana doctrina universitaria debe partir de la idea de que entre las universidades “oficiales” y las “privadas” no debe haber diferencia alguna, salvo la de su origen y la proveniencia de sus recursos financieros. Ambos tipos de universidad deben ser autónomas, en el sentido de que por ningún concepto el cumplimiento de sus funciones específicas debe estar orientado y controlado por los gobernantes de turno, en el caso de las “oficiales”, ni por las personas, instituciones o empresas que las crean y mantienen en el de las “privadas”.

Este hecho originó que la autonomía universitaria haya nacido históricamente con la universidad misma. Desde el comienzo, las primeras universidades fueron instituidas sobre bases autonómicas, con el deliberado propósito de preservarlas tanto de la influencia política de los Gobiernos, como del influjo de la Iglesia, institución esta que tuvo una participación decisiva en la creación de aquellas primeras universidades.

Lo dicho no significa que por su autonomía originaria las universidades hubiesen nacido exentas de tendencias doctrinarias e ideológicas. Ninguna universidad, y en general ninguna institución educativa, puede funcionar al margen de las corrientes doctrinarias e ideológicas. Para eso, independientemente de lo bueno o malo que ello sea, sería necesario que la enseñanza y la investigación que en ellas se realicen fuesen totalmente aisladas de la sociedad. Pero esto sería, además de imposible, una verdadera aberración. La autonomía no supone que la universidad autónoma funcione aislada de su entorno social ni que sea ideológicamente impermeable. Lo que significa es que los criterios pedagógicos e ideológicos que orienten sus funciones de enseñanza e investigación no le sean impuestos desde afuera, ni por personas y entidades extrañas a la universidad, sino que sean determinados libremente por ella misma, y sin ataduras dogmáticas a una determinada corriente, tendencia o credo ideológico, político o religioso. La autonomía universitaria supone, necesariamente, pluralidad ideológica y doctrinaria, en el sentido de que en su seno tengan cabida las más diversas corrientes y orientaciones del pensamiento científico, filosófico y social. Lo cual tampoco significa que en las universidades no se pueda sostener determinadas posiciones conceptuales y doctrinarias, sino que estas no sean sustentadas de manera dogmática, ni de forma que excluya o impida el sostenimiento de otras distintas y aun opuestas a ellas.

La tradición autonómica de las universidades es universal, y nuestro país no ha sido la excepción. La universidad venezolana ha sido autónoma casi desde su nacimiento. La primera de ellas, conocida durante mucho tiempo como Universidad de Caracas, su cognomento histórico y patrimonial, y hoy definitivamente nominada Universidad Central de Venezuela, nace el 22 de diciembre de 1721, cuando, por Real Cédula del rey Felipe V, se elevó a la categoría de universidad lo que hasta entonces había sido el Colegio Seminario Tridentino de Santa Rosa de Lima. Posteriormente, a la universidad así creada el rey Carlos IV, por Real Cédula del 4 de octubre de 1781, le concede la autonomía, plasmada en la autorización para dictar su propia constitución y sus reglamentos y para elegir al rector por el claustro universitario. Esta política autonomista de la monarquía española se puso en práctica en todas las universidades creadas en la América hispánica, siguiendo la tradición iniciada en la Universidad de Salamanca, primera que se funda en España (comienzos del siglo XIII), a la cual se le reconocía el régimen autonómico en las Siete Partidas, del rey Alfonso X de Castilla, por algo conocido como el Rey Sabio.

Pero la trayectoria de la autonomía universitaria en Venezuela no ha sido pacífica ni ininterrumpida. Al contrario, ha tenido diversas y a veces graves alteraciones. Consolidada la República después de la independencia, el Libertador, Presidente de Colombia –la llamada Gran Colombia– promulga el 15 de julio de 1827 los Estatutos Republicanos, elaborados por la propia Universidad de Caracas, en los cuales se reitera el principio autonómico, y se dota a esa casa de estudios de un conjunto de haciendas y otros bienes productivos, para que con sus rentas financiaran sus actividades. Lo cual significa que, además de autónoma, la universidad sería financieramente autárquica, y por tanto independiente.

Pero posteriormente la universidad va a ser víctima frecuente de la agresión oficial, paradójicamente tanto por gobiernos conservadores y reaccionarios, como por otros supuestamente liberales y progresistas. Que la autonomía estorbe a gobernantes conservadores y autoritarios es natural. Lo curioso es que con frecuencia líderes políticos de avanzada, y aun de izquierda, afectos a la autonomía de las universidades, inscrita como principio medular en sus prédicas durante sus luchas por el poder, una vez llegados a este traicionan ese principio, y se convierten en enemigos y depredadores de la autonomía.

Durante el siglo XIX la universidad venezolana sufrió serias agresiones a su autonomía, por parte de gobernantes que buscaban valerse de ellas en favor de sus intereses y designios. La primera de ellas ocurrió en 1849, bajo el gobierno liberal de José Tadeo Monagas, y alcanzó límites verdaderamente grotescos. En el Código de Instrucción Pública dictado entonces se dispuso que “no podrán proveerse las cátedras en propiedad, ni en interinato, en personas desafectas al Gobierno Republicano o sospechosas de su amor al espíritu democrático del sistema de Venezuela (…) También podrá el Poder Ejecutivo, usando de la facultad gubernativa, remover de sus cátedras a los catedráticos que fueren desafectos al Gobierno o del espíritu democrático del sistema de la República”.

Más tarde otro gobernante liberal y supuestamente revolucionario, el general Antonio Guzmán Blanco, por decreto del 24 de setiembre de 1883, dispuso que “El rector y el vicerrector [de las universidades] serán nombrados libremente por el Ejecutivo, que nombrará también a los catedráticos, de ternas propuestas por el rector”. En decretos posteriores Guzmán despoja a las universidades de sus bienes propios, obligándolas “a la venta de todas sus propiedades urbanas y rurales”, y disponiendo que en lo sucesivo las universidades cubrieran sus gastos con los aportes que anualmente se les asignase en el Presupuesto Nacional. Con lo cual se establece un sistema de financiamiento perverso, que, aun existiendo la autonomía, entraba, mediatiza y muchas veces aniquila el sistema autonómico, toda vez que deja en manos del Gobierno un instrumento infalible de chantaje y control de las universidades, mediante la fijación a su antojo de los recursos que han de otorgárseles, y la entrega de los recursos asignados en la Ley de Presupuesto por mensualidades, los inquietantes dozavos, librados discrecionalmente y a su capricho por los correspondientes funcionarios.

Ya en el siglo XX la autonomía universitaria continuó totalmente ausente bajo las dictaduras de Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, que abarcaron los primeros treinta y cinco años del siglo. Bajo la férrea tiranía gomecista fue tan riguroso el control gubernamental, que el movimiento de reforma universitaria de Córdoba, iniciado en 1918, de honda repercusión en casi todo el Continente, en nuestro país apenas se hizo sentir muy tímidamente y sin efectos prácticos en el gobierno de las universidades.

Fue en 1940, bajo el gobierno del Gral. Eleazar López Contreras, siendo Ministro de Educación Nacional el Dr. Arturo Úslar Pietri, cuando, al dictarse una nueva Ley de Educación, se restituyó parcialmente la autonomía. Fue una tímida reforma, que, sin embargo, significó un paso de avance. No obstante, duró poco el ensayo. En 1943, al reformarse la Ley de Educación, bajo el gobierno del Gral. Isaías Medina Angarita y el ministerio del Dr. Rafael Vegas, se restableció la facultad del Poder Ejecutivo de designar y remover libremente las autoridades universitarias, además de algunas otras disposiciones relacionadas con la designación de los profesores, con desconocimiento del principio autonómico.

El derrocamiento del Gral. Medina Angarita, el 18 de octubre de 1945, abrió una nueva etapa en la historia de Venezuela. En abril de 1946 el nuevo rector de la Universidad Central, Dr. Juan Oropesa, designa una comisión encargada de elaborar un proyecto de estatuto universitario. La forman los doctores Rafael Pizani, quien la preside, Eduardo Calcaño, Raúl García Arocha, Francisco Montbrún y Eugenio Medina, y un representante estudiantil, el Br. Alejandro Osorio. Es la primera vez en nuestro país que oficialmente se toma en cuenta al estudiantado en relación con el gobierno y administración de las universidades.

El proyecto de la comisión contemplaba una amplia autonomía, no sólo en cuanto al gobierno universitario, sino también en lo financiero y administrativo y en el de la libertad de cátedra. Desafortunadamente, la saludable doctrina que la inspiraba no fue acogida por la Junta Revolucionaria de Gobierno, presidida por Rómulo Betancourt –quien, como dirigente de la Generación del 28, había sido un fervoroso propulsor de la autonomía–, y el Estatuto, dictado el 28 de setiembre de 1946, firmado también, como miembros de la Junta, por otros entusiastas partidarios de la autonomía universitaria en un pasado aún reciente, Raúl Leoni, Gonzalo Barrios, Luis Beltrán Prieto y Edmundo Fernández, estableció que “El Rector, el Vicerrector y el Secretario son de libre designación y remoción del Ejecutivo Federal”.

Las razones para esta negación de la autonomía se centraron en el argumento de que en el Claustro de las universidades se había ido imponiendo una concepción reaccionaria, que era necesario remover, para dar paso a autoridades progresistas y a un clima acorde con los nuevos aires supuestamente revolucionarios que en el país se respiraban. Argumento discutible, de indudable falacia.

Sin embargo, el Estatuto de 1946 estableció, por primera vez en el país, la representación de los estudiantes en el Consejo Universitario, los Consejos de Facultad y las Asambleas de Facultad. Igualmente, y como paso de avance muy significativo, consagró también la libertad de cátedra, consustancial con el concepto de autonomía universitaria.

No obstante sus aspectos positivos, aun no siendo autonómico, la aplicación del Estatuto de 1946 generó graves problemas, no sólo ni tanto por su contenido, sino mas bien como repercusión en el ámbito universitario del clima político que la nueva situación del país, a raíz de la arrogantemente llamada Revolución de Octubre, había creado, situación caracterizada por el populismo y la demagogia de los círculos gubernamentales. Además, se trasladó a las universidades el clima de sectarismo y de pugnacidad que imperó en todo el país durante los tres años de la Junta Revolucionaria de Gobierno y los nueve meses de la presidencia de Rómulo Gallegos. Tal situación determinó que en poco tiempo la universidad como institución, y su régimen de gobierno, cayesen en un profundo desprestigio ante la opinión pública nacional.

En noviembre 1948, una vez derrocado el presidente Gallegos, se inicia una etapa de graves convulsiones en la vida universitaria, que culmina un año después con la intervención de la UCV, la remoción de sus autoridades, encabezadas por el rector Dr. Julio de Armas, la destitución de más de 140 profesores y la expulsión de 137 estudiantes. Lo cual agrava el conflicto y hace ingobernable la Universidad, por lo que la dictadura decide el cierre de la UCV.

Más de un año duró la suspensión de las actividades. En julio de 1953 se dictó una nueva Ley de Universidades Nacionales, que aniquiló todo vestigio de autonomía universitaria. En agosto de ese mismo año se designó a las autoridades y se reiniciaron las actividades, en una nueva etapa signada por conflictos de diversos grados de importancia, hasta culminar con la caída de la dictadura, en enero de 1958, en la cual el estudiantado universitario desempeñó un papel estelar.

Uno de los actos más importantes de la Junta de Gobierno que sustituyó al dictador, ya presidida por el Dr. Edgar Sanabria, de honorable y dilatada trayectoria universitaria, fue dictar una nueva Ley de Universidades, la misma que, con algunas reformas, sigue vigente.

Hasta su reforma parcial, en 1970, esta Ley de Universidades consagró de la manera más amplia la autonomía. En ese sentido fue única en el mundo y en la historia de la autonomía universitaria, porque aun en los sistemas autonómicos más avanzados siempre ha habido algún resquicio legal que permite a los gobiernos intervenir en la dirección y funciones de las universidades. En cambio, mientras nuestra ley no fue reformada en ese sentido, el único expediente del Gobierno venezolano para inmiscuirse en la vida de las universidades fue la violación de la autonomía y la intervención de facto, de evidente carácter ilegal. Que fue precisamente lo que ocurrió en 1960 y en 1970.

En 1969 estalló en la UCV un amplio movimiento de reforma, conocido con el nombre de Renovación Académica. Que alcanzó niveles muy radicales, especialmente en ciertas facultades y escuelas. Entre sus objetivos la Renovación perseguía la revisión de los planes y programas de estudio; la llamada auditoria académica, por la cual los estudiantes harían la evaluación de sus profesores en razón de sus condiciones éticas y de su rendimiento académico; la ampliación de la representación estudiantil en las funciones electorales y de cogobierno, hasta hacerla paritaria con la de los profesores, y la participación de los empleados y obreros de la Universidad en dichas funciones.

El movimiento de Renovación alarmó, no sólo al gobierno, presidido por el Dr. Rafael Caldera, y a su partido COPEI, sino también al partido Acción Democrática, que estaba en la oposición, pero tenía una fuerza decisiva en el Congreso Nacional. La situación en la UCV se tornó crítica, y el Gobierno, al parecer por presión militar, decidió violar la autonomía e intervenir la Universidad, ocupando militarmente todas sus dependencias. Previamente a ello, los partidos COPEI y Acción Democrática se acordaron para realizar en el Congreso una urgente reforma de la Ley de Universidades, promulgada el 8 de setiembre de 1970. Aunque esta reforma mantuvo el sistema autonómico, disminuyó bastante sus alcances y su eficacia, en aras de un mayor poder de injerencia del Gobierno en la vida de las universidades.

La reforma debilitó o cercenó diversos aspectos de la autonomía. Lo más grave fue establecer la potestad gubernamental para destituir las autoridades universitarias.

El allanamiento y ocupación militar de la Universidad se consumó el 29 de noviembre de 1970. Al amparo de la ley reformada se destituyó a las autoridades, encabezadas por el rector Dr. Jesús María Bianco, y se designó autoridades interinas. Estas no pudieron asegurar la normalización de la UCV, y a duras penas fueron capaces de conducir a unas elecciones en que resultó electo rector el Dr. Rafael José Neri, lográndose una gradual normalización de las actividades universitarias a partir de 1972.

Justo es reconocer que, pese al carácter antiautonómico de las reformas de 1970, nuestras universidades han podido gozar hasta el presente de su autonomía, sin duda porque los sucesivos gobiernos, una vez superadas las circunstancias traumáticas que dieron paso a esas reformas, han respetado en lo esencial el principio autonómico. Sólo en el aspecto financiero se ha entrabado el normal desempeño de las universidades, regateándoles los aportes presupuestarios.

Finalmente, el largo proceso cumplido en nuestro país por la autonomía universitaria tuvo su feliz culminación en 1999, cuando, en la Constitución dictada ese año se consagró, en los términos más amplios, el régimen autonómico, tal como se define en el art. 109: “El Estado reconocerá la autonomía universitaria como principio y jerarquía que permite a los profesores, profesoras, estudiantes, egresados y egresadas de su comunidad dedicarse a la búsqueda del conocimiento a través de la investigación científica, humanística y tecnológica, para beneficio espiritual y material de la Nación. Las universidades autónomas se darán sus normas de gobierno, funcionamiento y la administración eficiente de su patrimonio bajo el control y vigilancia que a tales efectos establezca la ley. Se consagra la autonomía universitaria para planificar, organizar, elaborar y actualizar los programas de investigación, docencia y extensión. Se establece la inviolabilidad del recinto universitario. Las universidades experimentales alcanzarán su autonomía de conformidad con la ley”.

¿Significa todo esto que la autonomía universitaria, ahora con rango constitucional, es perfecta, y que en nuestro país ha funcionado cabalmente? De ninguna manera. Son muchos los vicios y fallas que en cada universidad se han acumulado en los casi cincuenta años de ejercicio autonómico. No es esta la ocasión de analizarlos y censurarlos, aunque hacerlo es necesario y saludable, y deberá hacerse oportunamente. En todo caso, la autonomía universitaria, como toda creación humana, es susceptible de errores, pero también es perfectible.

El concepto de autonomía universitaria plantea un agudo problema que casi nunca se aborda con la sinceridad necesaria. Me refiero a la relación de las universidades con el Estado, y en especial con los gobiernos de turno. Como dije antes, es sintomático que muchos políticos, mientras son ajenos o de oposición al Gobierno se muestran fervientes partidarios de la autonomía universitaria, pero cuando llegan al poder se convierten en sus enconados enemigos. La tentación totalitaria de que se ha acusado a los regímenes de izquierda y socialistas no es exclusiva de estos. También muchos gobiernos y partidos democráticos, aunque no sean definida o tentativamente izquierdistas ni socialistas, suelen experimentar la necesidad de controlarlo todo, y de ejercer su dominio sobre todas las instituciones sociales, con la coartada de poner los recursos del Estado al servicio del progreso y del bienestar del pueblo. Parece que ningún gobierno, cualquiera que sea su orientación ideológica, tolera que una institución como la universitaria, a la que, además, financia, sea incómodamente crítica frente a las políticas oficiales, sin darse cuenta de que tal comportamiento de las universidades, antes que dañar las funciones de gobierno, mas bien busca corregirlas y mejorarlas cuando ello sea menester. Se da así la paradoja de que la autonomía universitaria sea mal vista tanto por los gobiernos de derecha, como por los de izquierda, y en especial, por supuesto, por las dictaduras, sean del signo ideológico que sean.

Esta paradoja es particularmente notoria en el caso de los gobiernos revolucionarios, sobre todo cuando este calificativo no les es discernido desde afuera y en virtud de sus logros y ejecutorias, sino que son ellos mismos los que así se califican. No hay político supuesta o realmente revolucionario, sobre todo en Hispanoamérica, que no incluya la autonomía universitaria en su equipaje ideológico, y hasta hacen de ella una de sus más preciadas consignas políticas. Sin embargo, al llegar al poder parecieran percatarse de que la autonomía estorba a sus propósitos revolucionarios, en la medida en que les impide convertir las universidades en instrumentos sumisos de sus propósitos.

Mas no tiene por qué ser así. Todo gobierno, sea de derecha o de izquierda, necesita instituciones con una actitud severamente crítica ante las políticas oficiales. Tal es la función, en una democracia normal, de los partidos de oposición y los medios de comunicación. Pero estos la ejercen desde una posición política, aunque, en el caso de los medios, no necesariamente partidista. Los partidos de oposición, obviamente, cumplen su función crítica y contralora frente al gobierno en razón de su carácter de alternativa, de su propósito de sustituirlo conforme a las reglas democráticas. Los medios de comunicación, aun siendo independientes de los partidos, cumplen también su rol desde una perspectiva política, y en virtud de unos intereses determinados, no siempre execrables ni tendenciosos.

Muy distinta es la misión crítica y contralora de las universidades. Esta elevada misión está muy bien definida en el artículo 2 de la Ley de Universidades: “Las Universidades son Instituciones al servicio de la Nación y a ellas corresponde colaborar en la orientación de la vida del país mediante su contribución doctrinaria en el esclarecimiento de los problemas nacionales”. Entiéndase bien, son instituciones “al servicio de la Nación”, no del Gobierno de turno, ni mucho menos del partido o la persona que lo ejerzan. Además, su contribución es esencialmente doctrinaria, y en consecuencia tiene que estar al margen de la diatriba política y/o ideológica que sí es propia de los partidos y de los medios de comunicación. Y resulta obvio que, para que las universidades cumplan cabalmente tan importantes fines, necesitan gozar de la más amplia y fecunda autonomía. Esta no tiene por qué reñirse con el carácter de instituciones del Estado que tienen las universidades.

Un Gobierno verdaderamente revolucionario no puede temer a la autonomía universitaria. Es más, necesita de ella como fuente del oxígeno que requiere para vivir. El mejor negocio que puede hacer un gobierno revolucionario es mantener con las universidades unas relaciones respetuosas y fecundas, de mutua cooperación, sin temor a las disensiones y controversias que en el desarrollo de ellas puedan y deban generarse. Esto es particularmente importante hoy, cuando las revoluciones políticas, si han de ser auténticas, no pueden prescindir de los avances de las ciencias y la tecnología. Y es obvio que las universidades son fundamentales en el desarrollo científico y tecnológico, no sólo porque es misión primordial de ellas “crear, asimilar y difundir el saber mediante la investigación y la enseñanza”, como reza el artículo 3 de la Ley de Universidades, sino también porque en su seno deben formarse las legiones de profesionales y técnicos de todas las disciplinas, sin cuyo concurso ningún gobierno ni ninguna revolución pueden llevar a cabo sus planes y programas.

Correlativamente, el más grande error que pueden cometer un gobierno y/o una revolución es tratar de imponer su dominio sobre las universidades, pasando por encima de su autonomía. De intentarlo, chocarán de frente con un profesorado y un estudiantado que tradicionalmente han sido muy celosos en la defensa de su independencia, en virtud de una antiquísima tradición universal, y que en nuestro país ha tenido episodios de indiscutible valor histórico. Y en consecuencia, el Gobierno y/o la revolución que de tal modo actúen, jamás conseguirán hacer de las universidades instrumentos ciegos y sumisos de sus designios, y, en cambio, se privarán del enorme y valioso aporte que ellas podrían ofrecer para el cabal cumplimiento de los fines gubernamentales y/o revolucionarios.

Es crucial para el destino de las universidades venezolanas, lo mismo que para el cabal desempeño ante ellas de los organismos del Estado y del Gobierno, definir la relación que deba existir entre la autonomía universitaria y el sistema socialista que supuestamente se está tratando de construir en Venezuela. La confusión ideológica que el proceso político durante los últimos ocho años ha producido en nuestro país, ha generado un inmenso desprestigio de la doctrina y del sistema socialistas, a los cuales se tiende a definir como esencialmente antidemocráticos. Nada, sin embargo, más falaz. Ello implica una equivocada identificación del socialismo con el totalitarismo, confusión alimentada por la experiencia de los regímenes del llamado socialismo real que imperó en numerosos países durante un buen trecho del siglo XX. Mas la verdad es que frente al socialismo totalitario, emblematizado principalmente por la grotesca deformación estalinista, se erige un socialismo democrático y humanista, ajeno por definición a las prácticas autoritarias, aunque siempre imperfecto, como toda creación humana. Nada hay en la teoría política que demuestre que el auténtico socialismo es por definición antidemocrático, y las dictaduras vividas en diversos países, supuestamente basadas en regímenes socialistas, sólo han sido monstruosas deformaciones y adulteraciones de los principios del socialismo, que si se aplicasen sin los vicios y defectos de aquellas dictaduras, conducirían a gobiernos justos, esencialmente democráticos y humanísticos.

Ningún sistema político-social requiere de la autonomía universitaria como el verdadero socialismo, sin apellidos ni calificaciones, puesto que el conocimiento científico y tecnológico tiene que ser, necesariamente, uno de sus instrumentos fundamentales en el propósito de fundar una nueva sociedad, libre de penurias y de injusticias. Y el fomento de las ciencias y de la técnica es función primordial de la universidad autónoma y democrática. Sólo las dictaduras primitivas y el autoritarismo totalitario pueden ser refractarios a la autonomía universitaria.

¿Que esto es una utopía? Puede ser. Después de toda la utopía ha sido el verdadero motor de la historia. Y es definitorio del espíritu humano no conformarse nunca con lo que se tenga, por bueno que sea, sino aspirar siempre a algo mejor.

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