Opinión Nacional

La Batalla

El alzó la mirada y vio a sus hombres listos para la batalla. Durante meses habían entrenado muy duro. Los sucesivos fracasos habían agrietado un poco la autoestima, pero allí estaban, reunidos en la frágil idea de que ahora sí, saldrían victoriosos.

Todos vestían uniforme de camuflaje rojo. Si, rojo, no verde, ni marrón, sino rojo. El plan había sido estudiado con detalle. El jefe de la operación explicaba con mapas y fotografías los objetivos militares a capturar, lo difícil que había sido hasta ahora controlar y detener su avance. Debían agarrarlos a como diera lugar.

Mientras unos seguían atentos sus instrucciones, tan claras como la bruma de una lluviosa mañana londinense, otros cabeceaban y eran despertados por sus propios ronquidos, y un grupo más atrás se entretenía con algún video en sus teléfonos celulares. El jefe hablaba, pero a decir verdad, era sólo un intento, ya que pocos le entendían su inconexa retórica, pero nadie se atrevía a decírselo.

Finalmente llegó la hora. Todos agarraron sus fusiles y pertrechos. El grupo estaba preparado para la batalla. Al menos eso creía. Porque a pesar de lo particular y especial de aquella acción, sin duda era una batalla, de una guerra siempre mencionada, aunque no entendida del todo. Con sus cascos, uniformes, botas de “champaña”, como las “bautizó” el jefe, iniciaron la movilización hacia el sitio donde presuntamente habían avistado al grupo rebelde e insurgente.

Unos avanzaban en rústicos, otros en motos, algunos en bicicletas, y solo dos en un tanque, el único que lograron prender ya que los otros 10 no estaban operativos, pues faltaba algún repuesto o pieza importada que sencillamente no llegó o no mandaron los rusos o los chinos, o sencillamente se habían robado. El jefe iba volando, montado sobre un pájaro gigante y con boina, que volaba con alguna dificultad por la poca visión a esa hora de la noche, y por el peso del jefe que le apretaba los pies como si fuese una suerte de caballo volador.

Una vez en el sitio todos se colocaron en posición y activaron sus lentes de visión nocturna. Salvo un combatiente a quien el miedo se le convirtió en chorreo literal e incontinente y se tuvo que devolver, y otro que se quedó pasmado pensando que aquello era como una película 3-D, todos iban sigilosos, buscando a sus objetivos, verdaderos criminales y enemigos a vencer. Y así, la batalla comenzó.

-Muchachos, ¡Cuidado! Allá está una harina de maíz gigante, ¡Agárrenla! – gritó el jefe.

-Allá en aquella azotea va corriendo un pote de leche…¡Apúrense!..Atrápenlo, que no escape.

Dos rollos inmensos de papel tualé venían rodando a toda velocidad, y todos tuvieron que lanzarse al suelo. Un ejército de productos salía de todos lados, ante el asombro e impotencia de aquel pelotón.

La operación para capturar a los peligrosos productos que desde hacía tiempo se negaban a aparecer en los anaqueles de abastos y supermercados había iniciado, pero eran tantos y tan rápidos, que nadie podía atraparlos.

El jefe daba órdenes volando sobre el pájaro emboinado, pero era tal el caos de esa noche, que nadie lo escuchaba.

-Muchachos…allá van tres potes de margarina, ¡no los dejen escapar!

Todos empuñaban sus fusiles, y disparaban a mansalva. Pero no disparaban balas, sino chupones con cuerda y redes, para atrapar a esos productos cuya ausencia había desatado la madre de todas las escaseces.

-Que alguien agarre a aquel Champú gigante…¡muévanse!

-Allá arriba, pasó volando un pollo sin piel subsidiado, y más atrás iba un kilo de carne regulada, pero se escaparon jefe –gritó uno de los hombres. Muchísimo más arriba, George Washington no aguantaba la risa, estampado en el dólar que flotaba alto e inalcanzable mientras observaba la escena.

Todos escucharon un ruido fuerte, un golpe seco. Era el jefe. Se había caído del pajarito que cansado, hizo una pirueta para soltarlo. Mientras estaba tendido y todos trataban de reanimarlo, todos los productos “rebeldes” se habían marchado, al igual que el pajarito.

Aturdido, el jefe intentaba levantarse, pero no podía. Harinas, margarinas, azucares, toallas sanitarias, riéndose a carcajadas revoloteaban a su alrededor.

La batalla había terminado, pero quizá la guerra continuaba, no sólo contra saboteadores, ni contra la economía, sino consigo mismo. Quizá era un sueño que había soñado mientras tenía un sueño. En la economía, había perdido una batalla surreal…y sin real.

@alexeiguerra

 

 

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