Opinión Nacional

La Calle 23

Me dirigía a la calle 23, hace tiempo que no la visitaba, claro está, tenía meses desde que fui masoquista.

En esa calle hay hedor. Huele a miseria, se respiran los humos de la decadencia.

La última vez que fui para la calle 23, aparqué el auto a unos tres kilómetros de distancia. Pensé que dejándolo allí lo protegería de la delincuencia, de rateros quinceañeros que por tus zapatos te cortan el cuello.

Me equivoqué.

Ese día, del cual quisiera no recordarme, mí auto fue despojado, quedó sin cauchos, sin vidrios y sin asientos. Al menos, tuvieron la decencia de perdonarme el motor y un disco de Vivaldi, lo demás se desvaneció.

Pero eso fue hace meses.

Hoy, regreso a la calle 23 con otra actitud. Ya no soy quien fui y este que soy hoy, posiblemente deje de serlo cuando salga de la calle 23.

En esa calle se esconde un secreto.

Por mi mente, cruzan memorias del pasado. Tenía entonces algunos ideales, sentía que las luchas valían la pena, que detrás del teatro de porquería, habían camerinos llenos de seres humanos de carne y hueso, dispuestos a entregarse totalmente a sus ideales, a eso que algunos llaman “defender los valores”, “los principios”. En esa época creía que había hombres y mujeres de convicciones firmes.

Pero eso es pasado que luce lejano, que parece irreal, muy posiblemente lo que creo que pasó, no es sino una construcción racional de una abstracción que no termino de definir. A lo mejor, no se trata sino de eso, de racionalizaciones conceptuales que insistimos hacer para no volvernos locos con la nada, con lo grotesca que es la verdad, la realización formal de que la vida, eso que somos, no es más que un momento conceptualizado por un sentimiento, que deja de ser esclavizante cuando se domina, pero que para dominarlo primero se fue esclavo del mismo.

Hoy voy en mi auto, comienzo a reducir la velocidad, me acerco a la calle 23.

Decido aparcar en el callejón. Es oscuro y húmedo, pero tiene un farol encendido, creo que no es tan inseguro como la calle 23.

Me bajo del Toyota que conduzco y piso mi primer charco, cerca, un gato muy feo se escurre por la esquina.

Camino solo, me siento desnudo, pero mi cuerpo está cubierto de ropa, lo que está desnudo es mi vulnerable condición de hombre idealista en un mundo que viste de estiércol.

Diviso la calle 23, me adentro en ella. Es como la recordaba, solo que peor.

Todas las morisquetas del pasado cobran vida. Se burlan de mí, me lanzan piedras, estas crueles morisquetas hacen de mí un chiste con zapatos.

Sigo caminando, observo lo que busco, la Casa de la calle 23.

Es una estructura venida a menos, solía ser una casa bonita, hoy es casi un burdel.

Toco la puerta y me abren. Hay incienso en el ambiente y una música new age relajante.

Me invitan a sentarme sobre una alfombra barata, lo hago.

Una hermosa cincuentona me hace la pregunta:

– Juan, ¿estás seguro? No hay vuelta atrás. Te lo tomas y olvidarás… Serás un hombre de negocios y ya.

Es difícil la decisión. Uno más del montón, seré un hombre divorciado de sí mismo, un tipo realista.

– ¿Tendré paz?, infiero a la bella anfitriona.

– No lo sé, pero olvidarás quien fuiste, responde ella.

– ¿Qué hago entonces? ¿Me lo tomo?

– No lo sé, yo solo estoy aquí, soy la matrona de la calle 23.


Odio esta calle… me recuerda lo que más desprecio, invitándome con una sonrisa a convertirme en ello.

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