Opinión Nacional

La casa amedrentada

Salvo las respuestas puntuales a cada ataque y las voces solitarias, como la de la rectora García Arocha, pareciera que el fenómeno estuviese ocurriendo en otra parte y contra otras personas. O que la lucha ya estuviese perdida y la mayoría hubiese decidido ­como en el Nosferatu de Herzog, pero sin festejo­ entregarse a esperar el día cuando el régimen ordene el asalto final. 

Es algo incomprensible. Porque es cierto que los violentos usan armas largas, disparan contra las instalaciones, rompen a trompadas el rostro de los dirigentes estudiantiles de la unidad democrática, lanzan bombas lacrimógenas suplidas por los cuerpos policiales, tienen infiltrado el servicio de vigilancia de la institución. Pero también lo es que la respuesta violenta no es el único recurso al que pueden acudir las cerca de 400.000 personas que, entre estudiantes y profesores, rechazan mayoritariamente a una minoría que en cada acción comando no pasa de 12 o 15 personas. 

Es verdad, también, que el fenómeno no es fácil de resolver por vías legales. Porque el Ejecutivo y los poderes públicos, que, ya sabemos, no son autónomos, se han negado a actuar contra las pandillas rojas, lo que explica que de las innumerables solicitudes que las autoridades rectorales han hecho a la Fiscalía General ni una sola ha sido procesada, ninguno de los actos de violencia, suficientemente registrados en videos y fotografías, investigado y, mucho menos, castigados sus responsables. 

Pero hay muchas otras posibilidades de respuesta que la comunidad universitaria ni siquiera ha intentado explorar. 

Que no se haya producido un movimiento masivo de acciones públicas, movilizaciones, debates, intervenciones artísticas, campañas disuasivas, mesas de negociación, jornadas por el diálogo y la convivencia, vigilias, cadenas humanas y otras iniciativas de las que tanto nos han enseñado las experiencias universales de resistencia pacífica no hablan bien de una institución, la universidad, que se supone encarna el súmmum de la civilidad y el universalismo, cualidad que en el caso de la Universidad Central de Venezuela se expresa en su himno que la define como «casa que vence las sombras». 

Probablemente la pasividad colectiva y la impotencia de sus liderazgos y autoridades ante los violentos no sean la enfermedad, sino el síntoma. 

Quizás la menguada capacidad de reacción tenga que ver con un cuerpo que ya no tiene conexión entre sus partes y perdió la referencia de dónde le queda el cerebro y dónde el corazón. Tal vez nuestra institución ya no sea ni siquiera una federación de facultades y escuelas que sólo circunstancialmente se reconocen como parte de un proyecto común. 

Lo más probable es que nos hayamos convertido en sólo una aglomeración de parcelas, más pequeñas que feudos, incapaces de actuar en conjunto para defenderse de un enemigo común. 

La sensación dominante es que los espacios del ethos, del ansia de saber, y la libertad de creación se fueron extraviando entre tantos archivos de contratos y reclamos de prebendas menores que un colectivo de profesionales mal pagados ha encontrado como tabla de salvación. 

Quizá la enfermedad haya avanzado mucho. Pero siempre hay reservas, sobre todo en un centro de estudios con profesionales de alto nivel que tanto le ha dado al país, y entonces la necesidad de afrontar el plan oficial de captura de las universidades públicas, además de amenaza, sea una gran oportunidad de reacción. 

Mientras dudamos, a esta hora los violentos deben estar sonrientes preparando las lacrimógenas que un alcalde les hizo llegar como regalo de Domingo de Resurrección para el próximo ataque. Porque ellos saben que, hasta nuevo aviso, no habrá respuesta contundente en una casa que, por ahora, se muestra, si aún no vencida, por lo menos amedrentada. Por las sombras.

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