Opinión Nacional

La ciudad y la radio

En diciembre de 1963 aterricé por primera vez en Río de Janeiro y más que las garotas en bikini que iban a la playa entremezcladas con burócratas de paltó y corbata o la majestuosidad del Corcovado, lo que atrajo mi atención fue que todos los transeúntes que colmaban las aceras del centro de la ciudad, garotas incluidas, llevaban un radio transistor pegado a la oreja. En impecable portuñol le pregunté al taxista qué evento tan importante imponía ese comportamiento; se trataba simplemente, me dijo, de un partido Santos-Botafogo, ni siquiera una semifinal, pero todo el mundo quería estar informado al instante de la actuación de su equipo favorito y de Pelé, la gran estrella en ascenso.

El éxito de la radio en las sociedades contemporáneas tiene que ver precisamente con la versatilidad y carácter portátil de los receptores, que hacen de ella, junto con el teléfono celular, el medio de comunicación por excelencia de aglomeraciones como las metrópolis, caracterizadas por la movilidad continua de sus habitantes en los más diversos medios de transporte, incluidos los propios pies. Además, la combinación de los dos instrumentos ha permitido convertir a la radio en un medio especialmente permeable a la interactividad a través de la voz tanto como de los mensajes de texto.

Pero si es cierto que la comunicación es el rasgo característico de cualquier sociedad, él gana importancia exponencialmente en las metropolitanas, ávidas de información continua e instantánea pero también diversa, pues la diversidad es el sello distintivo de lo metropolitano. Por esto una acción como la emprendida por el régimen contra el espectro radioeléctrico para ser exactos: contra las emisoras insumisas- no es sólo una agresión contra quienes viven de esa actividad o contra el radioescucha en tanto individuo: es también y sobre todo una acción anticivilizatoria que busca asfixiar la diversidad y por ende la vida de la sociedad urbana. Pero tal acción no tiene la más mínima posibilidad de imponerse en un mundo donde ya más de la mitad de la población es urbana, menos aún en un país donde dos tercios de sus habitantes viven en ciudades mayores de 100 mil habitantes. Probablemente en ningún otro caso haya quedado tan en evidencia el carácter antihistórico del modelo que se nos pretende imponer como en este.

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