La constituyente y la realidad de Venezuela
Hoy en día parece que el único tema de opinión posible en Venezuela es la inevitable Constituyente. Este tema tan debatido en las primeras páginas de los periódicos nacionales ha sido enfocado siempre desde el punto de vista político, como si su impacto se limitara a ese ámbito, y no desde los otros puntos de vista, sobre los cuales puede tener tanto o más efecto, y no necesariamente positivo.
La realidad venezolana apunta a un cambio, y es obviamente lo que casi la totalidad de los venezolanos desea, de acuerdo a los resultados electorales. Ese resultado no podía ser diferente: en 40 años de democracia se ha logrado el extraordinario resultado de tener exactamente el mismo poder adquisitivo que en 1960, lo que habla muy mal del manejo económico del país, a pesar de haber recibido cuantiosos recursos muy ineficientemente utilizados. Basta observar las grandes inversiones realizadas en la década de los 70: si se hubiesen colocado en bonos internacionales, los ingresos por intereses y su valor de capital habrían aportado mucha más riqueza a Venezuela que las llamadas inversiones estratégicas del gobierno. Sin embargo, no es el fin del presente artículo describir, nuevamente, lo terriblemente ineficiente que es el Estado venezolano como inversionista, como financista, como administrador y como empresario. Basta con mirar a nuestro alrededor para sacar conclusiones al respecto.
Todo ese deseo de cambio fue empaquetado bajo la apelación de «Constituyente». Sin embargo buena parte de lo que para los políticos es «el pueblo», no tiene idea de que se trata. Simplemente siguen un caudillo, brillante invento latinoamericano que ha traído más desdichas que alegrías a la región, y creen ciegamente en que la solución de sus problemas está en ese cambio en la Constitución. Ojalá sea así, sin embargo, lo dudo mucho. Esta duda está basada en las mismas razones que a mi juicio han hecho fallar todos los programas económicos que se aplican en Venezuela. La reforma de la Constitución parte de supuestos errados. El primer error está en determinar cuáles son los verdaderos problema en el país. El problema político tiene poca importancia cuando se le compara con los verdaderos problemas: el problema económico y el problema moral.
El problema económico es el más obvio a la hora de demostrar la costumbre profundamente arraigada de atacar consecuencias y nunca causas. La culpa del atraso la tiene el neoliberalismo jamás aplicado en Venezuela. La culpa de la inflación la tiene la devaluación. La culpa de la falta de crecimiento económico la tienen los empresarios que no quieren producir. La culpa de los precios del petróleo bajos la tienen los «especuladores» internacionales (como dijo el ministro de Energía y Minas utilizando una justificación típica de la inflación, generalmente aceptada, en Venezuela pero que pierde todo sentido cuando se habla de un contexto internacional, y que tiene la doble moral de considerar «injusto» que se negocie petróleo a futuro pero que le parece «justo» que un grupo de países se reúnan para conformar un oligopolio en colusión que aumente artificialmente los precios del petróleo). Con esa forma de pensar, no hay solución posible. La pobreza de Venezuela no se soluciona cambiando el texto de la Carta Magna. Simplemente este cambio podría ayudar a eliminar ciertos errores, deficiencias o anacronismos de la Constitución actual, pero la pobreza no se puede eliminar por decreto. Mientras no se tome conciencia que la riqueza se crea con trabajo, con productividad, con ganas de hacer las cosas bien, no tiene sentido ningún paquete económico, porque de entrada está signado por el fracaso desde su nacimiento.
Esto nos lleva al otro problema, el moral. La «viveza criolla» tan vanagloriada nos hundirá eternamente en un callejón sin salida. Muchas de las quejas contra la corrupción parecen estar motivadas, no por el justo deseo de que se castigue a quien comete un crimen contra la nación, sino por la envidia de no poder hacer lo mismo. Esto se observa en cualquier trabajador del Estado: a un empleado público no le importa tener cien personas esperando en una cola de cinco horas para ser atendido para un trámite de rutina mientras conversa con su vecino tomándose un café a las 11 de la mañana. Para ellos eso es perfectamente normal. Comienzan a trabajar media hora tarde pero se van diez minutos antes. La medición de lo producido parece hacerse, en la mente del común de las personas, con el permanecer en el área de trabajo ocho horas (en el caso de tener un supervisor estricto, que en el caso de la Administración Pública, siempre parece brillar por su ausencia) y no por las tareas realizadas durante la jornada de trabajo. Y esta realidad va más allá. Hasta el punto de tener maestros de escuela que utilizan el «estabanos» en lugar de «estábamos» y eso es lo que transmiten a los niños. Hasta el drama de un mensajero, con título de bachiller, que escribe «venezolano» con «b». Nuestra educación está peligrosamente cerca del «benesuela» que tanto se menciona en la prensa últimamente.
A pesar de todo lo anterior los proponentes de la Constituyente consideran que es este pueblo quien debe escribir la Carta Magna, porque es para gobernarlos a ellos. No creo que Dios haya dejado al pueblo escribir La Biblia y sin embargo su fin último es «gobernar» la forma de vivir de las personas. Sin llegar a niveles celestiales, no creo que ninguna madre esté dispuesta que cualquier persona le realice una operación de corazón abierto a su hijo, a menos que la persona en cuestión cumpla con el requisito mínimo de ser cirujano y cardiólogo, preferiblemente con cierta experiencia en este tipo de labor. No creo que esté dispuesta a aceptar que la operación la realice un carnicero a pesar de que éste tenga mucha experiencia de vida y en el negocio de cortar carne. Si bien es cierto que el pueblo es soberano, y que se dice que la voz del pueblo es la voz de Dios, y que ésta última se asemeja mucho al sonido de las tormentas (basta oír una manifestación pública), no creo que lo «mejor» para el pueblo de los países centroamericanos haya sido lo que dejó el huracán Mitch, a pesar de sonar exactamente igual que el pueblo cuando se molesta. Con esto quiero decir que muchas veces las mejores intenciones acarrean las peores desgracias. Recordemos que el mismo Bolívar (siguiendo la moda actual de citar al Libertador) dijo que «un pueblo ignorante es instrumento ciego de su propia destrucción». Sin embargo la Constituyente es una realidad y esperemos que quienes tengan la extraordinaria responsabilidad de redactar la nueva Constitución, sepan hacerlo tomando en cuenta la realidad (y factibilidad) del país y no sus utopías personales. No hay que olvidar, como lo cita uno de los defensores de la Constituyente, que la Constitución española, escrita con las mejores intenciones, hizo que el país se hiciera ingobernable (el famoso hecho histórico de las dos Españas) y que finalmente cayera en la Guerra Civil.
Finalmente, volviendo al tema económico que es el que me compete, solo me resta decir que este parece ser el más urgente, por su realidad de día a día (el problema moral es tal vez aún más importante pero sus cambios son de largo plazo), y que este se dejará de lado por los momentos, perdiéndose a lo largo del año mucho tiempo, energía y recursos en el debate de la nueva Constitución, mientras la economía se mantendrá parada, a la espera de un panorama más claro que permita a los entes económicos tomar decisiones con cierto criterio. Porque invertir hoy por hoy en Venezuela es lo más cercano a jugar a la lotería: puede hacerse un negocio extraordinariamente bueno, pero son mayores las probabilidades de perder el costo del boleto. Además jugar lotería no es la forma como se realizan negocios productivos y duraderos que redunden en empleos e ingresos. Y esto último, producción y empleo productivo, es lo que necesita el país para lograr una mejor distribución de la riqueza, no un Estado benefactor que lo único que le dado al pueblo, que tanto ha buscado proteger, ha sido miseria.