Opinión Nacional

La doctrina Betancourt

Con la profusión del debate público (entre sordos, la mayoría de las veces) en los últimos años en Venezuela, también se ha hecho común la falsificación de la historia y ha cundido la confusión de términos que creíamos que estaban claros. Cuando los interlocutores ni siquiera se ponen de acuerdo en el significado de las palabras y la naturaleza de ciertos acontecimientos y conceptos, no es nada difícil remitirnos al episodio de Babel: aquella torre en la que los hombres sucumbieron a la multitud de las lenguas.

Como lo ha evidenciado Germán Carrera Damas, una de las más nefastas (y poderosa para sus intereses) armas que ha usado el régimen ha sido la falsificación de nuestra historia. La “revolución bonita” entiende que para triunfar del todo debe eliminar los fundamentos de nuestra conciencia histórica y construir sobre lo arrasado un tinglado con las más esperpénticas falsedades. En primer lugar, destruir el legado de los llevados y traídos cuarenta años de democracia venezolana que comenzaron en 1958 con la caída del dictador militar Marcos Pérez Jiménez y finalizaron con la elección como presidente de la república de otro militar.

Pero parece que quienes buscan confundir no son sólo los fanáticos del animador del maratónico dominical. También los hay opositores de la que llaman su política económica neoliberal como Carlos E. Dallmeier a quien hemos leído en las revistas electrónicas El Gusano de Luz y Venezuela Analítica dos artículos intitulados “La intervención es un hecho” y “Estamos solos, ¡por fin!”.
La confusión de Dallmeier parte de la definición que hace de la llamada doctrina Betancourt. Según él, la doctrina impulsada por el presidente Rómulo Betancourt desde Miraflores habría nacido “en la década de los treinta como una salida al estancamiento que tenían los sectores progresistas de Venezuela en alcanzar la democracia y el progreso. En efecto, Betancourt se dio cuenta que estos sectores atacaban a la vez al régimen dictatorial de Juan Vicente Gómez y al gobierno de Estados Unidos que lo mantenía, y que así, al unir a enemigos tan poderosos era imposible acceder al poder. Ante lo cual propuso la política de “divide y vencerás”, centrando la lucha en contra únicamente de los gobiernos despóticos locales y se le garantizase a los Estados Unidos, no sólo la protección local de sus intereses, sino el apoyo a nivel internacional, a cambio de tener la libertad de llevar adelante las reformas sociales en lo interno sin interferencias.” (El Gusano de Luz, 28-03-2005)
No vamos a entrar a analizar todo lo que Dallmeier allí dice, pero se equivoca cuando define a la doctrina Betancourt como ese cambalache de apoyo a la política gringa para poder hacer reformas en América Latina y más concretamente en Venezuela.

La doctrina Betancourt es, en las palabras sintéticas de la internacionalista María Teresa Romero, “la política de no reconocimiento y ruptura automática de relaciones diplomáticas con aquellos gobiernos latinoamericanos que llegaran al poder a través de un golpe de Estado”. Nada que ver con seguir “como la cola al perro” (como le gustaría decir al mismo Rómulo) la política exterior estadounidense.

Es además ilógico pensar que tal doctrina nació en la mente de Betancourt en los años treinta, porque posteriormente Betancourt y su partido participaron en un golpe de Estado. Es verdad que uno de los objetivos era establecer el método democrático en la escogencia del gobierno, pero al fin y al cabo fue un golpe. Por lo tanto, en los dos años y medio que ejerció la presidencia de la Junta Revolucionaria de Gobierno a partir del 18 de octubre de 1945 no pudo asomar tal política de no reconocimiento de los regímenes establecidos por un golpe militar.

El líder fundador de Acción Democrática en su libro América Latina: Democracia e Integración, publicado por Seix Barral en 1978, se explaya sobre la materia. Dice, entre otras cosas: “Al hacer el análisis de la azarosa evolución histórica de América Latina, un lado de la medalla es la tendencia de los ejércitos al pronunciamiento, tendencia heredada de la España colonizadora. Llegar al poder por el asalto de medianoche y a punta de bayonetas es menos lento y menos complicado que despojarse de la guerrera militar, pedir el pase a retiro del servicio activo de las armas y concurrir como un candidato más a la Presidencia de la República, en solicitud de los votos del electorado.”
(Tampoco vamos a comentar que la táctica ahora consiste en que después de fracasar en un intento de golpe, el golpista una vez ganadas las elecciones vuelve a ponerse el uniforme para eliminar, o despojarlas de todo sentido, a las instituciones democráticas)
Continúa Betancourt: “Esa propensión (…) la acicatean sectores políticos civiles desahuciados en su propósito de llegar al ejercicio de siquiera una cuota de poder por el sistema regular de elecciones; y otras veces círculos económicos poderosos, nacionales y extranjeros, a quienes les resulta propicia para la obtención de beneficios pecuniarios rápidos la amistad de un dictador o un aprendiz de dictador (…) La consecuencia de cada uno de esos coup d´Etat victoriosos es siempre la misma: instauración de una Junta militar o de un jefe de Estado autoelecto para gobernar arbitrariamente, negando libertades y aprovechándose de la ausencia de control legal y de la opinión pública que pueda expresarse sin mordazas, para incursionar en la Hacienda pública con fines de enriquecimiento ilícito”.

Y en el siguiente párrafo Betancourt complementa: “La otra cara de la medalla es una raigal y profunda vocación de libertad de los pueblos latinoamericanos y una capacidad suya para vivir y ejercitar la democracia, demostrada cada vez que se les ha ofrecido oportunidad de hacerlo.”
Después de hacer un recuento de cómo el sistema interamericano había enfrentado el reconocimiento de los regímenes de facto, Betancourt precisa: “Y fue para dramatizar la incompatibilidad con la Carta de Bogotá de esa conducta de reconocer gobiernos sin averiguar de previo si era legítimo su nacimiento, que el régimen por mí presidido rompió relaciones diplomáticas, también en forma automática, con las juntas de facto que resultaron de golpes de Estado. Sucesivamente rompió mi gobierno relaciones con los gobiernos autoelectos de El Salvador, Argentina, Perú, Santo Domingo, Honduras y Ecuador. El gobierno que sucedió al mío, presidido por Raúl Leoni, rompió relaciones con los de Brasil, Bolivia y Argentina cuando en esos países se instalaron regímenes de facto.”
Esa es la doctrina Betancourt. Eran otros tiempos y otros presidentes. El lector sabrá disculpar las largas citas, pero así el propio don Rómulo nos puede explicar cómo entonces Venezuela era un país democrático que ejercía su política exterior con independencia y con el fin claro de promover la democracia.

Y como dice la ya mencionada María Teresa Romero: “Mezquindades aparte, ¿quién duda de que durante cuarenta años consecutivos Venezuela no fue un faro de luz democrática en el autoritario firmamento latinoamericano”

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