Opinión Nacional

La grave crisis de líderazgo que nos abruma

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Las revoluciones suelen acarrear un dramático cambio de liderazgos. Particularmente si son revoluciones de verdad, de esas en las que sus protagonistas ponen sus vidas en juego, como las definiera el Ché Guevara en su carta de despedida a Fidel Castro: “en una revolución se triunfa o se muere, si es una verdadera revolución”. Que andaba tras una de verdad, y no de mentira como las del teniente coronel, lo demostró con su sangre. Como también lo hiciera Salvador Allende. Un liderazgo es barrido de la faz del planeta y otro llega y se impone, entre el fragor de los combates, la sangre derramada y el trepidar de las armas. Son las revoluciones no sólo el cambio de piel de las sociedades que las sufren, sino también la manera como de sus entrañas brota lo nuevo para instalarse sobre las ruinas de lo viejo. Sin importar el precio, ni los sacrificios. A veces, por cierto, mucho más costosos que las supuestas ventajas prometidas.

La independentista terminó con la administración colonial y nos trajo a los dos grandes caudillos que marcaron la primera mitad del siglo XIX: Bolívar y Páez. Por cierto: sobre un montón de doscientos cincuenta mil cadáveres, el tercio de nuestra población. Es bueno tenerlo presente. Acompañados ambos próceres, como esos barcos de atribulada navegación, por el sargazo de los segundos de a bordo: los Monagas, los Falcón, los Soublette y así hasta llenar la nomenclatura de la nueva república. Hombres de armas, bragados y tenaces, que si no dominaban el idioma por lo menos sabían manejar la lanza, el sable y el machete. Treinta años después, la federal los barrió a todos del escenario político. Y de la mano de Antonio Leocadio y su hijo Guzmán Blanco montó el parapeto del liberalismo amarillo, con sus escribientes y protonotables civiles, barbados y de riguroso negro, que aguantó hasta la aparición de los tachirenses, otros treinta años después. Volvían las ínfulas militares y el caudillismo de aldea a administrar el coroto legado por el guzmancismo. Fue la que gobernó con mano de hierro hasta la muerte de Gómez, en 1935.

Tras un interregno de diez años representado por López Contreras y Medina Angarita, delfines en armas que pretendían un cambio de liderazgo sin derramamiento de sangre ni traumas inútiles, nació esa criatura aún más bizarra: la breve revolución de Octubre. Un régimen bifronte: dictatorial y democrático, golpista y constitucional, aristocratizante y plebeyo, gomecista y betancouriano. Más extraño aún: civilista y militar. El parto de la modernidad civil y la república liberal democrática fue abortado tras tres años de pujos, avances y retrocesos. Dando a la luz una criatura aún más extraña: la dictadura de Pérez Jiménez. Volvía el gomecismo travestido de modernidad y desarrollismo. Como que su principal gestor, el José Vicente Rangel del período, se llamara Laureano Vallenilla Lanz, hijo.

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Fue entonces que se rompió el dique de contención y el liderazgo de recambio, que llevaba desde 1928 esperando por su oportunidad, barriera con el pasado y montara en escena sus nuevos protagonismos. Es la generación del 28 que asume ahora plenamente las riendas del Poder el 23 de enero de 1958. Una auténtica revolución democrática y popular. E incruenta, una de sus mayores virtudes. Si descontamos a empresarios, financistas y banqueros, esos parásitos que han flotado por sobre las revoluciones y no sueltan jamás los privilegios del atornillamiento, una nueva clase política asumió la dirección del país. Un último cambio de liderazgo.

La extinción natural de los líderes surgidos el 28 y el extravío de sus herederos – unos por degeneración, como los que asumieran el mando con CAP y Lusinchi o con Caldera y Luis Herrera; otros por idealismo revolucionario, como los que sucumbieran a la guerra de guerrillas o se extraviaran luego en los pasillos del Poder – dio paso a la última de las revoluciones, por lo menos nominal: la bolivariana y socialista. En rigor: un bastardo reciclaje del militarismo gobernante hasta el 23 de enero del 58. Se cumple ante el más desértico de los escenarios: un solo líder, inflado hasta el absurdo, caricatura de Bolívar y de Páez, militarista y brutal, energía pura desprovista de toda auténtica grandeza. Y una zarrapastra de seguidores, genéticamente adecos y copeyanos, o sus subproductos derivados como urredistas, comunistas, masistas y pepetistas, obligados a ocupar las vacantes dejadas por el liderazgo de la IV pero intrínsecamente incapaces de liderar nada que no sean sus cuentas bancarias. Vienen a sumarse a esa miserable oficialidad del ejército que detenta el Poder a la sombra del teniente coronel en Jefe y no tiene otro horizonte histórico que enriquecerse tanto como lo permitan las circunstancias. A falta de pan, buenas son las tortas. En eso estamos: en el llegadero.

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Ni nuevos hombres, ni nuevos ideales ni nuevos procedimientos, como rezara la consigna de la revolución liberal restauradora de Cipriano Castro. Caricaturas de unos y otros. Basta mencionar a tres figuras de la nomenclatura gobernante para hacerse una idea del triste carnaval que vivimos: Nicolás Maduro en política internacional; Rodríguez Chacín en política interior y Cilia Flores, el nuevo rostro del parlamentarismo vernáculo. Son perfectamente intercambiables con otras troikas de gobierno: José Vicente Rangel, Diosdado Cabello y Luis Tascón. O Francisco Arias Cárdenas, Jesse Chacón y Lina Ron. Agarre las cien mayores “personalidades del régimen y divídalas por tres: tendrá las escamosas trilogías que nos desgobiernan. Tres tristes tigres multiplicados por la flor y nata de la robolución bolivariana. Y a eso lo llaman liderazgo.

Habría que pecar de grave maniqueísmo si no viéramos la viga en el único ojo de este cíclope encadenado llamado oposición democrática. ¿O alguien puede pretender que Manuel Rosales, Julio Borges o Teodoro Petkoff representen el desiderátum de un nuevo liderazgo para una Sexta República, para usar el nominalismo en boga? Mire a su alrededor y escarbe con lupa a ver si encuentra una personalidad digna de dirigir nuestros destinos. Si la orfandad de ideas y personalidades lastra al régimen con un personalismo militarista digno de los peores momentos del siglo XIX, la carencia de un nuevo liderazgo también afecta a los sectores democráticos, huérfanos de toda conducción. La crisis de liderazgo es total y afecta a todas las instituciones. Y no perdona sexo, edad, sectores ni actividades. Un ex rector de la principal universidad del país es aprehendido acusado de asesinato por motivos pasionales. ¿De qué crímenes serán acusados mañana quienes usurpan hoy la dirección de todas nuestras empresas e instituciones públicas? Venezuela aún gira en torno a la estrella muerta del pasado. Bastó el asomo de nuevos líderes estudiantiles para que las garras de la decadencia los absorbieran como un agujero negro. Hoy hacen el triste papel de candidatos menguados, cuando hasta ayer contaban con la masiva aprobación de una ciudadanía que clama por conducción y liderazgo.

Es el peso de la noche. Sin la emergencia de un liderazgo desprendido de viejas taras y suficientemente poderoso como para cerrar sus oídos a los cantos de sirena del pasado, no saldremos de este pantano en el que chapoteamos.

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¿Puede una sociedad aguantar tanta decadencia e inmoralidad como la que ha aflorado desde las más oscuras profundidades de nuestro detritus? ¿Puede un país salir de un gobernante fabulador, abusivo, delirante y despótico sin pagar los platos rotos? Quisiera poner tres ejemplos para ilustrar la gravedad de esta crisis, con nombres y apellidos, como le gusta recalcar a Roy Chaderton, el embajador del closet súbitamente reconvertido en moralista revolucionario: ¿comparar al bachiller Nicolás Maduro, actual canciller de la república con los doctores Caracciolo Parra Pérez, Arístides Calvani o Tejera Paris? No hablemos de los doctores Miguel Ángel Burelli Rivas, Humberto Calderón Berti, Simón Alberto Consalvi, Ramón Escovar Salón o el General Fernando Ochoa Antich, los cinco últimos detentores de tal cargo durante los últimos gobiernos anteriores al actual del teniente coronel Hugo Chávez. ¿Comparar a la Sra. Cilia Flores, máxima expresión de la vigente asamblea bolivariana – electa por cierto con un 83% de abstención nacional -, con Gonzalo Barrios, Arturo Uslar Pietri, Andrés Eloy Blanco, Luis Beltrán Prieto, Pompeyo Márquez, Américo Martín o Moisés Moleiro, miembros egregios del viejo parlamento democrático? ¿O a Tibisay Lucena con Manuel Rafael Rivero, Carlos Delgado Chapellín o Isidro Morales Paúl, auténticas personalidades intelectuales y académicas a cargo del Consejo Supremo Electoral? Justo cambio el de nacional por Supremo. Jorge Rodríguez está incapacitado moral e intelectualmente para presidir nada que sea Supremo. Para qué hablar de la Sra. Tibisay Lucena.

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El caso de la perversión y decadencia de los titulares de las instituciones nacionales es absolutamente abrumador: Luisa Estela Morales en el TSJ, Clodosbaldo Russian en la Contraloría General de la República; Luisa Ortega Díaz, en la Fiscalía de la Nación y Germán Mundaraín o Gabriela del Mar Ramírez Pérez, en la Defensoría del Pueblo. ¿Habrase visto mayor mediocridad? No miremos a nuestras fuerzas armadas: García Carneiro, Orlando Maniglia o Rangel Briceño son la perfecta expresión del estado de desamparo en que se encuentra la república en cuanto a la defensa de su soberanía e integridad territorial.

Puede que Venezuela viva el momento más amargo y desamparado de su existencia como república. La crisis de sus liderazgos es dramática y remite a la imperiosa necesidad de recurrir a nuestras más profundas reservas éticas y morales para salir del marasmo en que nos encontramos. Ningún escarceo electoralista puede maquillar la gravedad de la crisis, paliarla ni mucho menos resolverla. La sociedad civil debe comprender la gravedad del daño inflingido a la nación y resolverla con la misma radicalidad con que hoy se encuentra abrumada por sus peores taras.

O la sociedad venezolana acomete la tarea de renovarse desde sus propios cimientos, o seguiremos vegetando en este estado de medianía que nos abruma. Convocar a la renovación de nuestros liderazgos es el categórico imperativo del momento.

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