Opinión Nacional

La idiota inteligente

Mucho se habla de “revolución”. Esta palabrita la verdad es que supera con creces los niveles de aparición que término alguno pudiera exhibir en el pasado a ras de boca, a flor de labios, sobre todo ésos que ni por carambola llegan a empalmar con el cerebro.

Cerebro: entraña de lo más extraña, culpable entre otras menudencias de todo cuanto implica raciocinio. Pues bien, he estado meditando en estos días sobre ciertas conductas, sobre manifestaciones a mi juicio untadas de mucho ruido y pocas nueces, relativas a la curiosidad que implica el hecho de que un puñito de intelectuales todavía apoye al régimen. Y cuando digo un puñito me refiero nada más que a eso: cuatro gatos, unos pocos malabaristas cuyos argumentos, cuando los hay, por endebles se pasean entre lo cómico, lo ridículo y lo absurdo.

Por supuesto, lo primero que se me viene a la cabeza es la noción de libertad. Esta gente apela al libérrimo albedrío y se acabó, hace lo que hace porque le da su real gana, lo cual no sería descabellado suponer si no se atravesara ya mismo algo traído por los pelos cuando de “gente que piensa” se trata, asunto que consiste simplemente en convertirla en receptáculo de algo así como la supraconciencia, el “non plus ultra” de una época, de una cultura o de una sociedad determinada. Tamaña equivocación se remonta a mucho tiempo atrás, pero lo interesante es que de eso llamado con pomposidad la “intelligentsia” tampoco es que se deba esperar más de la cuenta.

Se ha repetido hasta el cansancio que esta es una revolución sin ideas, un parapeto sin intelectuales. La genuflexión, la cerviz deambulando por el piso, valen para ella mucho más que la otra cara melindrosa, crítica, inconforme, siempre dispuesta al debate y al disenso que da la democracia. No faltaba más: las revoluciones, hasta que se demuestre lo contrario, no escuchan más que su vocinglería, no ven más que el perfomance montado por su gente, no dialogan más que con su sombra y, fíjese qué casualidad, tampoco es que anden por ahí contándose. Moraleja y conclusión: no existen revoluciones democráticas. Así de simple. El prototipo del intelectual llamado a transformarse en jarrón chino, en mampara de cualquiera con los sesos hirvientes tiene aquí mucho de espejo: refleja únicamente a quien se le pone enfrente, con la salvedad de que los revolucionarios sufren de un síndrome que la tradición oral, hermanos Grimm mediante, ejemplica de maravillas en aquella vieja bruja del cuento Blanca Nieves. En fin, de ellos va quedando el “sí, señor”, o el “ordene, comandante” que un grupo de muchachos gritara a coro hace muy poco, aparte del polvero, la humareda y los vidrios rotos que otros deberán tarde o temprano recoger.

Pero decía al comienzo que es un error esperar demasiado de los intelectuales, en esencia porque, leyendo a Jean François Revel (“El conocimiento inútil”.Barcelona: Ed. Planeta,1990) he notado cómo pone el dedo en la llaga y termina por domar al menos común de los sentidos, que es el sentido común, llamando pan al pan y vino al vino. Los intelectuales no tienen por qué cargar sobre sus hombros mayores empachos a la hora de propiciar ciertos golpes sobre la mesa. Los dan o no los dan, y aquí demasiados caen de bruces, por la razón sencilla de que, como expresa el mismo Revel, “el intelectual no ostenta, por su etiqueta, ninguna preeminencia en la lucidez. Lo que distingue al intelectual no es la seguridad de su opción, es la amplitud de los recursos conceptuales, lógicos y verbales que despliega al servicio de esta opción para justificarla”. Más claro, pues, no canta un gallo.

Los pocos pensadores con que cuenta esta revolución han callado. Complacientes, silenciaron sus voces unos y las alzaron otros para defender lo que tenían en las narices, o sea, todo un abanico de crímenes y hechos repudiables que van desde la violación constante de los derechos humanos, pasando por la burla reiterada a la Constitución (caso revocatorio, por ejemplo), hasta llegar a claras evidencias de tortura a ciudadanos y a la existencia de presos políticos. La moral, claro, tiene sus particulares recovecos y la actuación al respecto en primera instancia se corresponde con principios sustentados en ella. De eso no hay ninguna duda. Pero como también dice Revel, “hay tantos pensadores de izquierdas, sobre todo después de 1945, como pensadores de derechas que han empleado su talento en justificar la mentira, la tiranía, el asesinato e incluso la necedad. Bertrand Russell, futuro Premio Nobel, declara en 1937: “La Gran Bretaña debiera desarmarse, y si los soldados de Hitler nos invadieran, debiéramos acogerlos amistosamente, como si fueran turistas; así perderían su rigidez y podrían encontrar seductor nuestro estilo de vida”. Bertrand Russell –continúa afirmando el escritor francés- puede ser un eminente filósofo en su especialidad (la lógica simbólica), pero no deja de ser un imbécil en el punto tratado en su frase”.

Estamos de acuerdo, la imbecilidad es completamente libre, no guarda reparos a la hora de escaparse por la boca o de darse a conocer cuando hacen mutis. En eso estamos muy de acuerdo.

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