Opinión Nacional

La impaciencia de la inmadurez

La disparidad entre la ambición y la efectiva experiencia de la vida puede traicionar y generar absurdos. Tal es lo que sucede con las primeras obras de Virginia Woolf, comenzando con «The Voyage Out» (1915), una «protegida» inexperta cualidad que evoca a la joven Virginia Stephen (luego Woolf) cuidando de la casa de su padre en Hyde Park Gate, con una gran ambición, una voluntad para crear una obra de la imaginación que no sea desigual en alcance con la vida misma. Calificada como «una inmadura primera novela», tiene demasiada vida en su arte, o una muy desarrollada forma de vida; su escritura crea con seguridad y facilidad una inteligente y divertida penetración en la sociedad y sus costumbres; directa y precisa observación de carácter, discurso y comportamiento en relaciones sociales; una búsqueda profunda (aunque no del todo formada) preocupada por significados y valores finales; con una madurez que se manifiesta en su forma imperfecta; siendo la mayor parte una serie de observaciones satíricas del vivir «civilizado», y el resto gestualidad insustancial hacia un ideal romántico de apasionada existencia personal.

Con idealismo impaciente, que tanto vemos en quienes comienzan en la inmadurez, la respuesta de la novela a la experiencia común que se presenta apenas va más allá de una caricatura sistemática, que sólo descubre cuán superficial, trivial y estéril tiende a ser la gente en sus relaciones sociales. La caricatura está inspirada por la convicción de que la gente tiene recursos más profundos y creativos que lo que las formas sociales les permiten realizar. La relativa inmadurez de la convicción se hace aparente en el intento por encontrar una positiva realización para estos recursos; el intento toma la forma no de un compromiso mas llano y exploratorio con las vidas reales observadas en la novela, sino con un retraimiento de su mundo, y el cultivo en su lugar de una condición ideal puramente imaginativa. La consecuencia es un divorcio del ideal del mundo real, reduciendo a este último a «fricciones fragmentarias» y episódicas, y privando a lo anterior de todo lo que podría aportar sustancia, relevancia y fuerza.

Virginia Woolf estaba incómoda con el idealismo romántico de la heroína, involuntariamente conciente de que su muerte no era tan solo el precio a pagar por un destino adverso para la nobleza del alma como el inevitable fin de un soñar romántico; para el reconocimiento maduro de esto habría que esperar el tratamiento de Rhoda en «The Waves». El desarrollo de Woolf a través de sus primeras novelas, hasta «The Waves», es efectivamente una progresiva educación de su imaginación en la enemistad de la vida hacia ese tipo de idealismo, y en la necesidad de los seres humanos de buscar su realización en un compromiso tesonero con su mundo real, limitado y limitante como está destinado a ser.

En «Night and Day» (1919) Woolf parece determinada a prevenir su tendencia idealista para buscar formas románticas y desesperadas, comprometiéndose para lograr una forma para el alma libre e iluminada dentro de los convencionalismos y lugares comunes de la sociedad civilizada. Ahí dice su heroína Katherine:

«¿Por qué, reflexionó, debe haber esta disparidad perpetua de pensamiento y acción, entre la vida de soledad y la vida de la sociedad, este precipicio asombroso, por un lado, donde el alma era activa y a plena luz del día, y, por otro lado, donde era contemplativa y oscura como la noche? ¿No era posible pasar de lo uno a lo otro, erecta, y sin cambio esencial?»

La conclusión de la novela lleva a que su sociedad no se quemará con la vida personal ni apoyará adecuadamente la llama individual. Se hace la afirmación esperanzadora de que mientras la obediencia mecánica a la autoridad convencional y tradicional siga pervirtiendo al individuo y al orden social, puede ser posible vivir válidamente dentro de las formas sociales y revitalizarlas por medio de una estricta adherencia a la verdad de los sentimientos personales; al final es que la posición positiva permanece como un ideal personal para lo cual la sociedad no ofrece forma viable. Virginia Woolf aún tenía la instintiva convicción de que la disparidad entre el alma y la sociedad es inmitigable, y de que el alma puede moverse en la sociedad a expensas de su propia vida.

Fue en «Jacob’s Room» (1922) que Woolf por primera vez captó a su sociedad y a su sentido del alma en una visión unificada y propia. Encontrar su propia voz y método fue encontrar lo que tenía que decir. Había necesitado crear una forma de la novela que no dependiera de presunciones centrales sobre la vida encarnadas en convencionalismos de trama y personaje, eso es de hecho de matrimonios, comercio y eventos públicos, de lo que reporta a diario The Times. Requería una forma directamente expresiva de la respuesta del individuo a su mundo, una en que la verdad de su propio sentido de la vida no fuera filtrado y distorsionado por lo convencional. En «Jacob’s Room» logra esto reduciendo el «interés de la historia» a la forma mínima de la crónica, y registrando la experiencia ofrecida en la novela no en su aspecto público o social sino como la manifestación externa de estados del ser. La novela es en efecto la crónica de la vida interior de Jacob.

Jacob no es un personaje en el sentido usual de tener una identidad individual; la determinación es buscar una forma para el alma en la vida de su mundo; su existencia es toda definida por su participación en la vida de su mundo, por su objetiva presencia ahí; más que una personalidad por derecho propio, es una persona para la cultura de las clases educadas en la década que culminó en la Primera Guerra Mundial. Ese es el éxito de Woolf al integrar su ideal personal de la vida con su experiencia real del mundo, comprendiéndolo mejor; le preocupa la calidad de la vida, no simplemente del individualismo sino de toda una cultura: hurgar bajo el revestimiento puesto sobre su civilización por el convencionalismo, el comercio y The Times, y realizar lo que pudiera de su vida interior.

La crónica de la novela es el esfuerzo de su protagonista para realizar, de los materiales dados para una vida por su mundo, la perfección armónica de su naturaleza en mente, cuerpo y comunidad. Pero esta aspiración de totalidad es frustrada por la fragmentación centrífuga de su cultura, y la tendencia en cada aspecto –pero especialmente «Cambridge» y «la sociedad civilizada»- a frustrar la necesidad de satisfacer que ofrece. El reconocimiento de que el intento de Jacob ha fracasado llega en un amargamente irónico pasaje que asevera que las energías humanas mediante las cuales debería vivir han sido abrumadas, en su decadente civilización, por las «fuerzas inasibles» aprobadas «por los hombres en clubes y Gabinetes», una fuerza manifiesta en naves de batalla disparando a sus blancos, o un ejército abatido en un campo, «junto al incesante comercio de bancos, laboratorios, cancilleres y casas de negocios». Que Jacob sea muerto en la guerra, y el hecho de que nunca surgió como un personaje totalmente logrado, enfatiza el punto: su naturaleza humana se ha desarrollado hasta donde lo permitió su mundo, y desapareció en la crisis de su historia cuando las tendencias inhumanas se hicieron dominantes. Se hace aparente la alusión irónica con el Jacob del Génesis: Jacob Flanders no suplanta a quienes han sido indiferentes a la herencia espiritual de la raza, su vida es caracterizada no por la fructífera abundancia de dones humanos sino por un cortante sentido de desperdicio y pérdida final; la mandíbula de la oveja que recoge en la playa es puesta contra los rebaños bíblicos.

El logro de la novela está más en la forma que en la sustancia. La forma registra la condición de una civilización, no desde su propio punto de vista (el de «los hombres en clubes y Gabinetes») sino como una historia del espíritu humano que deshonra y desperdicia; eso en si mismo, en el sentido en que estas cosas pueden ser dichas del arte, porque los conceptos de «civilización» y «el espíritu humano» ofrecidos en la novela tienen poco peso, son demasiado teoréticos, demasiado basados en libros y habla Bloomsbury.

«Mrs Dalloway» (1925) es una novela donde la concepción y escritura tienen la maestría que revela el genio detrás de la inmadurez; perfecciona el enfoque de visión; unifica la penetración en la condición espiritual de la sociedad; evita la simplificación… La novela es un retrato de la sociedad de la Sra. Dalloway, más que de la misma «lady». El «material» es la vida en Londres, después de la Gran Guerra, de un pequeño segmento de la sociedad inglesa, de la «British ruling class»:

«… Lo que ella amaba era esto, aquí, ahora, frente a ella; la dama gorda en el carro. ¿Importaba entonces, se preguntaba a si misma, caminando hacia Bond Street, importaba que ella debía inevitablemente cesar completamente; todo esto deberá seguir sin ella; lo resentía; o no era consolador creer que la muerte termina absolutamente? Pero que de alguna manera en las calles de Londres, en el flujo y reflujo de las cosas, aquí, allá, ella sobrevivía, Peter sobrevivía, viviendo en cada quien…»

Más que la imagen de la clase dominante, Clarissa Dalloway encarna la crítica de Virginia Woolf a esa clase, cosa que es el objeto central de la novela:

«Sin duda, sintió Clarissa, el Primer Ministro ha sido bueno en venir. Y, caminando por la habitación con él, con Sally ahí y Peter allá y Richard muy complacido, con toda esa gente algo inclinada, quizás, a la envidia, sintió esa intoxicación del momento, esa dilación de los nervios del corazón mismo que hasta parecía trepidar, empinada, erguida; sí, pero después de todo era lo que la otra gente sentía, eso; porque, aunque ella lo amaba y lo sentía hormiguear y picar, aún las semblanzas, estos triunfos (el querido Peter, por ejemplo, creyéndola tan brillante), tenían un hueco; al alcance del brazo estaban, no en el corazón…»

Aquí está involucrada por implicación toda la vida y sociedad de Clarissa Dalloway. El movimiento de sentimiento es el mero asunto de un momento, pero reúne un reverberante contexto de ironías asociadas, que cuestionan y evalúan, traen un orden crítico a las variedades de experiencia que preocupan a la novela. Este orden está basado, justo aquí, en dos imágenes, la del Primer Ministro, y el corazón que está hueco; la palabra «erguida» cuestiona el tono afirmativo.

Alrededor del Primer Ministro se hace un borrador cómico. A Clarissa le habían dicho que «se casaría con un Primer Ministro y estaría en la cima de la escalera; la perfecta anfitriona»; y a él se lo imagina «deslumbrando entre candelabros, estrellas titilando, pecho rígido con hojas de robles… en el Palacio de Buckinham». Este preludio de la comedia se desarrolla en el siguiente pasaje para involucrar el mundo social de Clarissa en general:

«Deslizándose por Picadilly, el coche cruzó St. James Street. Hombres altos, hombres de físico robusto, hombres bien vestidos con sus chaquetas de cola y sus fajas blancas y sus cabellos barridos hacia atrás. Quienes, por razones difíciles de discriminar, estaban parados en la ventana de arco con sus manos detrás de las colas de sus chaquetas, mirando hacia afuera, percibiendo instintivamente que la grandeza pasaba, y la luz pálida de la presencia inmortal caía sobre ellos como había caído sobre Clarissa Dalloway. Al instante se pararon aún más erguidos, y se quitaron los sombreros, y parecían listos para atender a su Soberano, de ser necesario, hasta la boca del cañón, como sus ancestros habían hecho antes que ellos. Los bustos blancos y las pequeñas mesas en el trasfondo cubiertas con copias del Tatler y botellas de soda parecían aprobar…»

Esta caricatura devastadora define las actitudes mediante las cuales Clarissa Dalloway mide su triunfo social, y permanece viva hasta el final. Cuando el Primer Ministro aparece en la fiesta de Clarissa, Peter Walsh, quien predijo su matrimonio con un Primer Ministro, comenta que es una nulidad: «Podrías ponerlo detrás de un mostrador para vender galletas, pobre tipo, todo arreglado con lazo de oro»; queda claro que es el mero símbolo, el lazo de oro, lo que importa: «todos conocían, sentían hasta la médula de los huesos, esta majestad pasando; este símbolo de lo que todos representaban, la sociedad inglesa». Y la muy considerable comedia desarrollada alrededor de este símbolo presenta la medida, al instante, de hasta dónde llega el sentido de triunfo de Clarissa como representativo de los valores de su sociedad, y su intrínseco valor. Su triunfo es, sin duda, el triunfo del honor hueco, vacío.

Pero la comedia no sirve meramente para «colocar» la emoción de Clarissa; su emoción es parte de la comedia; y su triunfo es su desenredo, el momento en que el juego de honor social y vacío espiritual se resuelve en una más profunda percepción. Su reconocimiento de la esterilidad de lo que ha valorizado -«al alcance del brazo estaban, no en el corazón»- simplemente endosa lo valorizado; su importancia es que toca directamente y por primera vez la realidad bajo el revestimiento social, y, con eso, efectúa un cambio de la comedia ligera hacia algo más serio.

«Y súbitamente, al ver al Primer Ministro bajar las escaleras, el dorado borde del retrato de Sir Joshua de una muchachita con un manguito para las manos trajo de vuelta a Kilman rápidamente; Kilman su enemiga. Eso era satisfactorio; eso era real. Ah, cómo la odiaba…»

Su odio por Miss Kilman muestra que su estado es peor que meramente superficialidad: su superficie cultivada ha enmascarado algo maligno. Porque, como aquí revela, cuando la vida de sentimiento y comprensión interior es negada, no simplemente desaparece sino que se vuelve enemiga de la vida; el alma que está muerta y aún en vida, vive para ser el agente de la muerte. Esta revelación de si misma la relaciona con Sir William Bradshaw, que es el mal antes definido. Esta es una conexión estructural de importancia principal, ya que penetra más allá de la comedia superficial. El exitoso psiquiatra Bradshaw adora, bajo el nombre de Proporción, el orden de cosas establecido que Clarissa también adora, aunque en nombre de «mantenerse erguida».

«Adorando la proporción, Sir William no sólo prosperó él mismo sino que también hizo prosperar a Inglaterra, recluyó a los lunáticos, prohibió los partos, penalizó la desesperación, hizo imposible que los incapaces propagaran sus puntos de vista hasta que compartieran, también, su sentido de proporción, los suyos si eran hombres, los de Lady Bradshaw si eran mujeres… Sir William tenía un amigo en Surrey donde enseñaban lo que Sir William francamente admitía que era un arte difícil, un sentido de proporción. Había ahí, más aún, afecto familiar; honor; coraje; y una brillante carrera. Todos estos tenían en Sir William un resoluto campeón. Si fracasaban, él tenía que apoyarlos con policía y el bien de la sociedad, que, afirmaba silenciosamente, se encargaría, abajo en Surrey, de que estos impulsos no sociales, generados más que nada por la carencia de buena sangre, se mantuvieran bajo control.»

El odio de Clarissa por Miss Kilman no llega tan lejos, pero surge de la misma intolerancia del no conformista y del fracaso social: «¡Ella está en contacto con presencias invisibles! ¡Pesada, fea, lugarcomún, sin bondad ni gracia, ella conoce el sentido de la vida!» Clarissa y Sir William exaltan los símbolos y las apariencias de honor, logro, civilización y un odio-pánico de la vida que no se somete a esos símbolos y convencionalismos; esta conexión se relaciona con los males espirituales y sociales concomitantes con esas ilusiones. La única conexión de Clarissa con Sir William es que su muerte es mencionada en su fiesta, pero su respuesta al suicidio de Sir William muestra que él expresa el aspecto más oculto de la novela.

«Una cosa había que importaba; una cosa, entrelazada con cotorras, desfasada, oscurecida en su propia vida, dejada caer cada día en corrupción, mentiras y cotorreos. Esto había preservado él. La muerte era un desafío. La muerte era un intento para comunicar, gente sintiendo la imposibilidad de alcanzar el centro que, místicamente, los evadía; cercanía que se apartaba; arrobamiento marchito; uno estaba solo. Había un abrazo en la muerte.»

«Mrs. Dalloway» es más rica, concreta y profunda que las novelas anteriores de Woolf, por la sutileza y precisión de una sociedad y su tipo de vida; la crítica está mejor comprendida en el hecho; y quizás sea menos divertida por intentar resolver la comedia social hacia una especie de tragedia del alma, de extender la comedia de costumbres hacia una especie de salvaje caricatura moral. Lo crucial en la «muerte del alma» de Clarissa es la conexión con sus «dobles», insuficientemente directas para tocar su propia imagen complaciente de si misma. Los personajes «positivos» que están llamados a representar una vitalidad realizada, Peter Walsh y Sally Seton, apenas impactan en nuestra conciencia. El resultado neto es que la muy grave crítica de una sociedad que mata el alma llega con poco peso o fuerza. Pero Virginia Woolf ya estaba a las puertas de la madurez…

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