Opinión Nacional

La inercia de la entrega

El país luce desencajado, con los músculos fláccidos, con la respiración entrecortada, con el aliento perdido, con una dejadez que pesa como un somnífero.

El país está desarticulado, con los encajes óseos oxidados, con la voluntad disipada, con los enclaves cerebrales divagantes.

Hay una atmósfera que entrecorta la respiración. No se trata sólo de la calina y del intenso calor lo que amodorra y mantiene al país en una somnolencia alarmante. Se trata de una inercia originada en un cansancio casi patológico. El país está entregado a los vaivenes, se deja llevar y asiste al proceso destructivo con la mirada perdida.

Los ojos del país muestran una pérdida de la visión, un extravío, una ausencia próxima a la entrega final al azar, a la caída de unos dados sobre el tapete de un destino sobre el cual le luce imposible incidir.

El país parece sufrir de osteoporosis múltiple, de parálisis sobre una silla de ruedas, de abandono y desaliento, de automatismo en el comportamiento y de inconciencia próxima a un letargo autoinducido.

El país sufre de impotencia. El país se hace sinónimo de letargo. El país parece un enfermo terminal echado sobre una cama de hospital y a la espera de lo inevitable. El país ya no intenta un ejercicio de voluntad. El país parece creer que los hados de la fortuna han decidido por él y no le queda otro recurso que inmovilizarse ante lo inevitable.

Este país entregado está muy mal. Ya percibe los hechos destructivos con un pequeño lamento, con la exhalación de una queja disminuida, con un leve gesto que parece indicar resignación. Este país oye como lo hace el sordo que da a comprender  ha entendido lo que se le dijo aunque en su cerebro haya procesado nada más que un arroyo de sonidos inconexos.

Este país asiste a los sucesos como si fuesen lejanos y no le atañesen. El país está entregado, a la espera de unas elecciones que aún lucen lejanas y a las cuales asistirá por acto reflejo. El país se conforma con que no vengan médicos y enfermeras a jorungarlo en su estado anormal y confía en levantarse el día señalado para ir a votar con la misma resignación que el paciente muestra cuando le traen la siempre detestable comida de hospital.

Si el sujeto suspende su perorata agradece el silencio. Si el sujeto lanza su perorata emite gruñidos de respuesta a quienes comparten su inmensa sala de internado hospitalario como si una distracción se hubiese asomado por entre los intersticios de las paredes de su reclusión.

El país está echado en su cama de enfermo. El país está alejado, distante, acostumbrado a la dosis de morfina que le evita los dolores. El país da pena, pero al país no le importa dar pena, le basta con que lo dejen allí, tirado, sumiso, entregado, inerte.

Las enfermeras le encienden la televisión y el país mira con la boca abierta. No se sabe si ve u oye, pero la distracción y el escape le resultan suficientes para matar las horas de su inercia. Hasta que llega la hora del sueño, uno que lo aleja de la realidad, que lo saca del ensimismamiento del día para hundirlo en la inconciencia de la noche. Cuando el sol  se pone entre el calor y la calina, el país agradece que haya terminado el día. El país quiere reducir los ruidos, la sensación de estar despierto, las incongruencias de la semiatención a una cotidianeidad oprobiosa.

El país asemeja a un paciente terminal. El país no es más que un montón de huesos y pellejo a la espera del punto sin retorno. El país ha perdido toda voluntad. El país existe, pero alejado, inconexo, ajeno, extraviado, paralizado en su lecho de enfermo sin la tentación de volver a levantarse, de mirar por la ventana, de salir afuera, de intentar una modificación de la realidad exterior que parece no tentarlo más que la placidez adormecida.

El país parece sentir que allí hay un desfile. Escucha lo que parece ser una banda con trompetas y timbales y puede, quizás, anticipar que estamos en carnaval, que alguien celebra una fiesta, que alguien participa de una fecha festiva, que alguien ajeno a sus penurias está dedicado a una celebración ruidosa.

El país observa las aspas del ventilador que gira perezoso sobre su lecho. El país no se pregunta. El país está en pijamas. Ni siquiera está esperando a Godot porque no tiene ni la más puta idea de quien es Samuel Beckett. El país languidece, la modorra lo satisface, aunque afuera las taladoras corten, desmalecen, echen abajo árboles y destino.

Ahí está el país. No se apiaden. Habrá que seguir hablándole aunque sus oídos sólo perciban ruidos guturales. Habrá que seguir poniéndole suero, aunque sus venas perforadas semejen un surtidor. Habrá que hacerle una traqueotomía para hacerlo respirar a la espera de una reacción reconstructora. Ahí está el país, en la inercia de la entrega.

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