Opinión Nacional

La liberación de lo político

No deja de sorprender que un proceso como el chavismo, que algunos han caracterizado de aluvional y primitivo, haya sido capaz de mostrar un grado tan sorprendente de compromiso con el proyecto de instraurar un modelo democrático autoritario, no representativo, no deliberativo y homogeneizante de nuestra realidad social que no tiene parangón en nuestra historia contemporánea.

He querido leer este nefasto modelo democrático que ha tratado de instaurar (intuyo que fallidamente) el chavismo como una variante tropical de la democracia autoritaria concebida por (%=Link(«http://www.politicayactualidad.com/textos.asp?id_texto=796&id_seccion=6»,»Carl Schmitt «)%), constitucionalista alemán cuyos textos pretendieron constituir los fundamentos del nazismo. Schmitt pensaba que la esencia de lo político era afin al antagonismo. Pero no a cualquier grado o clase de antagonismo sino al más intenso y extremo, aquel que crea la distinción entre amigo y enemigo. Schmitt concebía lo político como el campo de la distinción entre el amigo y el enemigo. En un sentido más amplio, lo político comprendería todos aquellos procesos de antagonismo social que producen alteridad, entendida ésta como la distinción entre aquellos que pertenecen (los amigos) y aquellos que no pertenecen (enemigos) a determinado grupo social. En el caso que nos interesa, el foco del chavismo ha sido el soberano, grupo social que debería englobar a todos los demás grupos en una nación. Pero el chavismo ha buscado algo totalmente diferente: excluir de la pertenencia al soberano a todos aquellos grupos que cuestionan el modelo democrático que pretende imponer. Identificar con precisión quiénes pertenecen y quiénes no pertenecen al soberano: Negarle la pertenencia al soberano a los que disienten.

Concebido como antagonismo extremo, lo político no puede quedar confinado a la esfera estatal. En la sociedad politizada, lo político se derrama de la esfera que lo contiene por toda la sociedad. Se desintegran las barreras que en el Estado liberal separaban lo público o reducto de la razón, de lo privado que es el reducto de las pasiones. En el Estado politizado y radicalizado que era modelo de Schmitt, lo político se hace ubicuo y fluido y llega a ocupar hasta los más estrechos intersticios de la sociedad. Mediante el antagonismo social, la sociedad politizada estaría dotada de una capacidad fina para la discriminación de diferencias entre grupos sociales de la que carecía antes. En la sociedad politizada se potencian la resolución social, étnica e ideológica y con ello se potencia también el riesgo de segregación. Como si la politización de la sociedad introdujese una suerte de lente capaz de identificar diferencias entre una esencia pura (el bolivarianismo original?) que constituiría la naturaleza primaria de determinado grupo social y sus impurezas (los que disienten). El chavismo pretendió fallidamente construir los escuálidos como impurezas prescindibles del soberano que acabarían por emigrar, o por callar ante la amenaza del Terror. En otras palabras, lo político actuaría como un acto que revela una heterogeneidad que yace en lo profundo del tejido social y que una sociedad pre-política o a-política habría pasado por alto. Chávez invocó lo político al darle el golpe de gracia al puntofijsmo.

El desmantelamiento del acuerdo de gobernabilidad puntofijista no fue sólo hazaña del chavismo. Esta es una tarea que iniciaron y adelantaron hasta un punto aceptable líderes políticos, intelectuales y grupos económicos de la Cuarta República. Sin embargo, al desmoronarse el Pacto de Punto Fijo lo político, que había estado encerrado dentro de ese acuerdo de gobernabilidad, se liberó y derramó por toda la sociedad. Tuvo lugar una suerte de explosión en cámara lenta de ese pacto que nos hizo regresar a aquella situación de conflictividad permanente en que vivía el país en los tiempos que lo precedían y que parece sugerir que tenemos una dificultad idionsincrática para llegar a acuerdos y construir consensos.

Schmitt pensaba que la libertad propia de la democracia daba rienda suelta a que la heterogeneidad social que caracteriza el Estado pluralista desate una nefasta proliferación de intereses y opiniones cuyos enfrentamientos minan el orden social e institucional al punto de amenzazar el hilo constitucional. La solución de Schmitt al inexorable deterioro del orden democrático era simple. Si se quiere la libertad de la democracia hay que homogeneizar la sociedad. Si la homogeneización fracasa, la democracia estará permanentemente amenazada y por tanto se deberá elegir la dictadura. En este sentido, algunos estudiosos de Schmitt creen que su contribución más importante al nazismo puede haber sido la justificación teórica de la necesidad de reducir la heterogeneidad étnica y religiosa que caracterizaba la sociedad alemana.

Idealmente, la masa homogénea (colectivo desprovisto de individuos) en que debería transformarse el Estado liberal y pluralista luego de que opere exitosamente un proyecto de homogeneización es la mejor materia prima para fabricar un soberano obediente. La homogeneidad social suprime gran parte de los problemas de representación de una sociedad y seguro que reduciría nuestra actual crisis de gobernabilidad. El soberano homogéneo piensa, cree, opina y actúa como si fuese un único ciudadano. Frente al soberano no se precisa de deliberación sino tan sólo de decisión puesto que la homogeneidad facilita la comunión entre el soberano y su presidente, quien a las luces de una democracia liberal y pluralista puede ser reconocido como un dictador totalitario.

Una concepción schmittiana de lo político subyace al discurso de Chávez. Esta ha permitido la identificación de los ricos, los oligarcas, los extranjeros, los medios y toda otra fuente significativa de disidencia como enemigos internos. El chavismo ha pretendido mostrar que esa heterogeneidad contamina una supuesta pureza original del pueblo venezolano (bravura, temeridad, y otros valores que Chávez y sus acólitos han encerrado dentro del concepto de bolivariano). Es posible que los que votaron por él hayan creído en su proyecto utópico y nacionalista. Poco después de su victoria escuché decir a más de uno que al fin había llegado alguien que le devolviera la auto-estima al venezolano. Eran los tiempos del 80 / 20, cuando los escuálidos constituían una mancha insignificante en el impoluto lustre de la nueva idiosincrasia bolivariana y gloriosa desenterrada y desempolvada por el discurso chavista. El proyecto Pais, la continentalización y otros delirios del chavismo no eran más que consecuencias directas del empuje que súbitamente habíamos descubierto los venezolanos en nuestro pueblo al son de las canciones de Alí Primera. La nueva constitución iba a ser nuestro pasaporte para ingresar como actores protagónicos en el mundo multipoplar que estábamos forjando. Pero todo esto se fue al traste. De repente nos dimos cuenta de que más del 50 por ciento de la población resistía activamente a la sujeción que esperaba de ella el regimen chavista. En ese momento la posibilidad de homogeneización desapareció y con ella fracasó el chavismo, se abortó el proceso, se diluyó la revolución. Eramos muchos para huir todos a Miami y además lo peor estaba ocurriendo. Algunos se regresaban a dar la pelea. Así fue que los enemigos del proceso se multiplicaron por millones y llegaron a formar ríos de gente como el que vimos el 11-A. A estas alturas, sólo en el supuesto negado de que le hiciéramos caso a la absurda sugerencia de Diosdado Cabello (al que no le guste que se vaya), podría Chavez hacer de éste un país más homogéneo.

Lo trágico es que el fracaso del chavismo engendra nuestra peor pesadilla: la guerra civil. El proyecto fracasó pero no hemos encerrado aún la bestia de lo político dentro de su jaula original ni estoy seguro de que podamos o debamos hacerlo. Estamos lejos de poder conjurar las facciones en conflicto en un pacto amplio que despolitice la sociedad. Y si no lo hacemos, pues el riesgo de una guerra civil que flota ahora con más cuerpo luego del 11-A seguirá creciendo como una temible profecía autocumplida. La guerra civil surge como certeza cuando de un lado y del otro nos damos cuenta de que no podemos suprimirnos sin que corra mucha sangre. Por ello, para el Gobierno, perpetuar el statu quo de antes del 11-A es suicida. Como lo es para la oposición, o al menos para sus facciones más radicales, pensar que se puede construir un país más tolerante y pluralista sin el chavismo como pareció que se pretendía hacer durante el Carmonazo. Debemos cohabitar y aprender a resolver nuestras diferencias con el diálogo. Sustituir el autoritarismo decisionista (e.g. la primacía del Principio de Autoridad de Diosdado) por la democracia deliberativa (se hace lo que acordemos). Deliberación o muerte.

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