Opinión Nacional

La libertad, el miedo

«La libertad es la necesidad hecha conciencia» Hegel

1 Por sus repercusiones internas e internacionales las elecciones presidenciales más importantes de nuestro hemisferio son las de EEUU y Venezuela. Un país del norte y otro del sur, un país desarrollado y otro que aún no termina de graduarse como tal. Claro que habrá variantes importantes en la política de la gran potencia norteña según quien gane la contienda, pero EEUU seguirá siendo EEUU, su sistema no cambiará porque Obama permanezca en el poder o se de un vuelco hacia la derecha republicana. Tampoco habrá variantes en la democracia, las reglas de juego y las instituciones y medios.

En Venezuela, en cambio, si el presidente Chávez es reelecto hay buenas razones para pensar que los espacios democráticos residuales serán severamente castigados y las mojigangas «socialistas» sumirán la economía en un estado de extrema indigencia. La vulnerabilidad que eso acarrearía podría aconsejar al régimen destruir los últimos vestigios democráticos.

Es posible que el presidente pretenda borrar del mapa las elecciones tal como operan en las naciones democráticas, y que terminen de ser estranguladas las universidades autónomas en las que el pensamiento libre promueve el juego del pluralismo. Todo para que el fanatismo invada escuelas, política y cultura y la voluntad democrática deba sumergirse otra vez, golpeada con la furia del miedo.

Eso, que está en potencia, podría recibir un fuerte impulso si el continuismo saliera vencedor. El desbalance entre la autocracia que busca expandirse y la democracia que le pone límites, sería demoledor. También sufriría Latinoamérica. La región se está reconciliando con el crecimiento sin haber logrado definir un perfil político vigoroso, refractario al extremismo y la retórica palabrera de la sedicente revolución. Probablemente el Presidente no quiera que se repita lo que la campaña le ha hecho sufrir, de modo que el dispositivo democrático estaría en un grave peligro.

La victoria de Capriles dará lugar a un profundo viraje democrático que restablecería la fuerza de la descentralización, el respaldo a la autonomía y crecimiento de las universidades así como la combinación entre masificación y excelencia académica de la educación en todos los niveles. Sería la plétora de los derechos humanos, la prensa libre y la libertad. Todo en el cauce del crecimiento diversificado, lo cual supone ­al igual que en muchos países del hemisferio­ un modelo abierto a la inversión e incorporado al sistema económico mundial.

2 Parecería que estuviéramos regresando al dilema democracia o dictadura, que marcó la piel de Latinoamérica durante los años 50. Digamos que sí, pero sólo a medias. La Venezuela del dictador Pérez Jiménez era, en lo atinente al sistema económico, poco más que una continuación sin suturas de la protodemocracia y democracia de 1936 a 1948, salvo detalles como el de las concesiones petroleras otorgadas por la dictadura en 1956. Política ésta vapuleada desde la resistencia, sobre todo por Betancourt y Pérez Alfonso. Pero esas variantes no cambiaban el sistema económico, al punto de que buena parte de los empresarios que prosperaron en democracia lo siguieron haciendo en dictadura.

Puesto que el corazón de la política era reunir amplias fuerzas para establecer la democracia, se conformó una unidad plural: las discrepancias seguían, pero la hermética dictadura las solapaba. La unidad en la diversidad es su forma más sólida y eficaz. Permítanme mis ociosos lectores decirlo con palabras del viejo empresario Miguel Ángel Capriles: «los comunistas y yo nos odiábamos ideológicamente, pero para seguir odiándonos en condiciones libres, teníamos que unirnos a fin de salir del obstáculo dictatorial».

3 Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorry y sobre todo Augusto Mijares, no podían imaginar una bipolaridad distinta a la de un dictador militar contra una resistencia democrática. Pero con la insurgencia del caudillaje totalitario, revestido de revolución, la cosa llegó más lejos. La mano blindada del totalitarismo pretende liquidar cualquier espacio de autonomía, de discrepancia, de democracia. El totalitarismo es absorbente, quiere que todas las actividades caigan bajo su dominio. Su tendencia es expansiva. Si lo dejan, lo cubrirá todo. Por eso la lucha entre democracia y totalitarismo es más plena, más existencial, más de vida o muerte que el tradicional combate entre la libertad y el miedo, para tomar la célebre expresión de Germán Arciniegas.

La resistencia antitotalitaria es más vasta que cualquiera otra que recordemos. No es un asunto de «políticos». Los niños de las escuelas, los propietarios de una bodega o un taxi, las madres consagradas a la seguridad de sus familias, también han sido colocados en la molienda de la autocracia. Nadie está seguro en su indiferencia. Al totalitarismo hay que detenerlo antes de que se consolide y esa tarea atañe a sus víctimas actuales o futuras.

Es la enorme importancia de Capriles Radonski. No es un candidato cualquiera.

Es la expresión de la democracia que lucha por defenderse en tiempos de especial amenaza. Capriles ha recogido en el aire ese sentimiento palpitante y se ha puesto al frente con un coraje admirable. Entre Capriles y el país se ha dado una conexión mágica. Oscar Schemel podría decir que es «religiosa» si le fuera dado opinar con libertad.

Las multitudes que lo reciben de manera espontánea, el fervor que despierta, contrastan con la guerra sucia del otro, sus actos portátiles, su narcisismo exacerbado, su confianza impostada. La fuerza de Chávez deriva de la siniestra polarización que con fe de carbonario sembró en el país. Pero el tiempo y la corriente lo desbordan. Capriles luce indetenible.

Digámoslo otra vez con Martí: «Es la hora de los hornos y no se ha de ver más que la luz».

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