Opinión Nacional

La masacre sepultada

La represión de la multitudinaria marcha del 11 de abril de 2002 dejó un saldo de 19 muertos y decenas de heridos. La Comisión de la Verdad que nunca fue –o mejor dicho, que nunca ha sido– hubiera podido esclarecer las responsabilidades objetivas, pero al cabo de 3 largos años sólo por 2 de las víctimas existen juicios en pleno curso.

Los llamados pistoleros de Puente Llaguno fueron absueltos de toda culpa por la Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia, incluso ante la disconformidad de la Fiscalía General. Ahora la «revolución» les rinde tributo.

Los ex-comandantes de la Policía Metropolitana, Henry Vivas y Lázaro Forero, junto a un reducido grupo de efectivos de la PM son, hoy por hoy, los únicos señalados por la justicia revolucionaria, y con motivo de 2 de los 19 casos fatales.

Más allá de la intensa polarización política que envuelve el tema del 11-A, existe un hecho que unos y otros no pueden rebatir: 19 venezolanos perdieron su vida aquella tarde de jueves en la vecindad del palacio de Miraflores. Su memoria y la sed de justicia de sus familiares ha ido quedando en el olvido.

Otro hecho que está fuera de discusión, es que el presidente Chávez ordenara la activación del Plan Avila, es decir el despliegue de los tanques del Batallón Ayala, como instrumento de «disuasión» para los miles de manifestantes que se dirigían al centro de Caracas.

No sólo dio la orden sino que trató de comandar la operación de manera personal y directa, como si aquello fuera uno de esos «juegos de guerra» de sus tiempos de entrenamiento militar.

Los esfuerzos de «Tiburón 1», afortunadamente, resultaron fallidos, ya que la resistencia a obedecerle por parte de las autoridades militares del CUFAN y en particular de su comandante, el general Manuel Rosendo, de seguro evitaron un baño de sangre de proporciones dantescas. Estas no son elucubraciones: son elementos cruciales de la parte trágica del 11 de abril.

Quién puede lo más puede lo menos, reza un antiguo principio del derecho común. Lo cierto es que Chávez intentó concretar su disposición de disolver la marcha por medios violentos y a costa de la vida de un número indeterminado de compatriotas.

Este hecho, por sí mismo, corroyó la legitimidad constitucional del Jefe del Estado y, más aún, fue la razón de fondo que alegó el general Lucas Rincón para justificar el petitorio de renuncia, «la cual aceptó»…

Pero esta cara de la historia casi no aparece en el debate nacional y, desde luego, no existe en la calibrada versión del oficialismo.

Para su reconstrucción «orwelliana» del 11-A, los 19 muertos y las decenas de heridos fueron carne de cañón de una banda de francotiradores financiados por la oligarquía y la Casa Blanca.

Si ello fuera así, ¿por qué sólo por 2 de los asesinados hay procesos judiciales en marcha? Si ello fuera así, ¿por qué la tenaz oposición del régimen a la constitución de una Comisión de la Verdad?

Sepultar la masacre del 11-A debajo de la controversia política por los sucesos del 12 y 13, ayuda a falsear la historia en perjuicio de la justicia y en provecho del poder.

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