Opinión Nacional

La muerte natural del comunismo

El 25 de diciembre de 1991 fue un día singular en los anales de la historia mundial. Mijail Gorbachov protagonizó entonces un episodio sin precedentes: declaró disuelta la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y presentó su renuncia como último presidente. No era el imperio soviético el primero que desaparecía, hubo grandes civilizaciones y grandes dinastías que aparecieron, se hicieron todopoderosas y fatalmente se sometieron a los procesos de la decadencia.

Paul Kennedy ilustró brillantemente el ascenso y la caída de los imperios. Pero ninguno desapareció con la rapidez con que se desmoronó la Unión Soviética. No fue un pueblo o un conjunto de pueblos, ni una cultura o civilización, lo que se eclipsó.

Fue un sistema político, el comunismo, que comprobó por sí mismo en las repúblicas soviéticas y en gran parte de Europa oriental su incompatibilidad con la libertad y la justicia, con el ser humano, a pesar de la promesa de igualdad y bienestar con que sedujo a políticos e intelectuales.

El 26 de diciembre, 24 horas después, los miembros del Soviet Supremo fueron entrando uno a uno al gran Palacio del Senado en el Kremlin para celebrar una asamblea plenaria. Se les vio con los rostros desencajados, amarillentos, sus pesados abrigos de invierno como mortajas. Tomaron sus asientos de tantos años.

Se miraron los unos a los otros y no supieron qué decirse. Enmudecieron hasta que, finalmente, el más osado preguntó: «¿Qué hacemos aquí?».

No tenían nada que hacer, en efecto. Desde 1917 (setenta y tantos años antes), el Soviet Supremo dirigía y controlaba la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y gran parte del mundo; pero ya la URSS no existía, las repúblicas se fueron disgregando y el régimen comunista había pasado a la historia como una experiencia irrepetible. Los miembros del Soviet Supremo firmaron la partida de defunción del imperio y tomaron la única decisión posible: lo declararon disuelto.

Estos fueron los grandes episodios que ocurrieron el 25 y el 26 de diciembre de 1991.

La Federación Rusa sustituyó a lo que representó la URSS en todo el mundo, su estatus como miembro permanente del Consejo de Seguridad, los privilegios y responsabilidades de las potencias de la era nuclear. Rusia inició en los años noventa un proceso complejo de reconstrucción de las condiciones de retraso y pobreza dejados por el régimen comunista.

Del gigantesco Estado totalitario quedaba un esqueleto pesado y vacío a la vez. La potencia que junto con Estados Unidos protagonizó la Guerra Fría y la era bipolar, desaparecía para ser reemplazada por un sistema político y económico diferente. Construir sobre las ruinas del comunismo ha sido una verdadera proeza.

En vísperas de los 20 años de la era poscomunista, el desarrollo acredita al país como uno de los polos económicos del siglo XXI. En los años noventa, Rusia echó las bases de un proceso de privatización destinado a diversificar su economía, ratificado ahora por el primer ministro, Vladimir Putin. La ministra para el Desarrollo Económico, Elvira Nabiullina, definió esta semana lo que analistas económicos consideran como el más grande de los esquemas de privatización emprendidos desde la caída del imperio.

No es una privatización destinada a desarmar al Estado, tampoco a subastar los bienes públicos al mejor postor. Se trata de abrir las corporaciones a la participación de inversionistas rusos e internacionales, preservando el Estado el control accionario, pero no necesariamente la gerencia. En esta ocasión, 11 grandes empresas, la Compañía Nacional de Petróleo, los Ferrocarriles Nacionales, la Naviera Mercante, dos bancos estatales y una compañía hidroeléctrica, figuran en esta apertura al capital privado.

Leo en The Moscow Times del 30 de julio las declaraciones de la ministra Nabiullina, elegante y joven (para nada aquellos rostros patibularios de los burócratas de la Nomenklatura). A 29 millardos de dólares asciende este programa. Obviamente, la apertura al capital extranjero es necesaria porque no basta el nacional.

No trato de incursionar en la economía de Rusia, ni meterme en camisa de once varas.

Apenas me interesa resaltar que en el antiguo imperio del comunismo, el desarrollo emprendido desde los años noventa no tiene nada que ver con los dogmas que lo llevaron a la tumba y que demostraron el fracaso de la teoría al confrontar el test de su práctica. Baste decir que en Rusia privatizaron el diario Pravda, el órgano del Partido Comunista de la URSS que desde 1917 dictó las políticas del régimen.

Qué absurdo y demencial resulta observar lo que sucede en Venezuela, la guerra a muerte contra el capital privado y la paradójica destrucción del Estado, si lo comparamos con las políticas de Rusia, para no hablar de China, ni del «siglo amarillo». En la URSS, el comunismo murió de muerte natural y echó abajo al Estado soviético.

Nadie con buen juicio puede pretender que el espectro resucite en Venezuela.

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