Opinión Nacional

La pasión del poder (y VI)

En su gran ensayo sobre «El gendarme necesario» el historiador John Lynch escribe: «Los caudillos han pasado a la historia como instrumentos de la división, destructores del orden y enemigos tanto de la sociedad como de ellos mismos». La historia venezolana es una demostración de supervivencia de aquellos periodos de los hombres fuertes.

En suma, osciló entre caudillos y presidentes democráticos, con un paréntesis en el siglo XX que fueron los generales de la transición, demócratas, que se apegaron a la Constitución, pero fueron elegidos por el Congreso.

Según la Constitución heredada de Gómez, López Contreras pudo gobernar por siete años, sin embargo resolvió reducir su propio periodo a sólo cinco. Un caso único en la historia. Medina Angarita perdió la oportunidad de establecer el voto popular para elegir al presidente.

Rómulo Gallegos había competido con él en 1941 como «candidato simbólico», o sea, que aquella candidatura no pasaba de tener un valor pedagógico.

En 1945 ya no se podía esperar que aquello se repitiera, y vino por ahí el 18 de Octubre.

En la reforma constitucional de Medina se mantiene el periodo de 5 años, con prohibición de reelección inmediata, y se consagra (otra vez) la elección del presidente por el Congreso. Un paso atrás que generó una polémica que aún no conoce fin. El 18 de Octubre le dio otro rumbo a la historia, escribí en Gracias y desgracias de la reelección presidencial en Venezuela. Con estos episodios (no tan lejanos) se ilustra la cuestión de la reelección presidencial en la historia de Venezuela. Fue, es y será una cuestión que alimentará el personalismo autoritario y la ambición de monopolizar el poder.

El 27 de octubre de 1946 los venezolanos eligieron por primera vez una Asamblea Constituyente por voto popular, universal y directo. Fue una fiesta cívica sin precedentes. La Constitución aprobada en 1947 se consideró «la más avanzada de América Latina en derechos sociales, económicos y políticos.

Consagró la elección del presidente por voto directo, universal y secreto, de hombres y mujeres, mayores de 18 años».

En poco tiempo se legalizaron 13 partidos y se inició de inmediato un proceso político de tal naturaleza que las antiguas tesis de los epígonos del Cesarismo democrático parecieron naufragar al confrontarse con la realidad. Fue el primer parlamento pluralista de la historia venezolana. La nación hizo ejercicios de modernidad.

En 1947 Rómulo Gallegos fue elegido primer presidente por voto universal, popular y directo, pero en 1948 fue derrocado, a los nueve meses apenas de iniciado su periodo constitucional. Incitados por civiles reaccionarios, vinieron los militares con un jefe que no llegó a considerarse caudillo, que se quedó en gendarme, que gobernó a través de la represión y del fraude como en 1952 y 1957. Construyó obras públicas para que la gente eligiera entre la libertad y el cemento armado. La gente escogió la libertad y en 1958 la tempestad popular acabó con aquella dictadura anacrónica que, como la de Juan Vicente Gómez, también quiso consolidarse a través de las concesiones petroleras a los grandes trusts. Recuperada la democracia, en 1961 fue aprobada una nueva Constitución por otro parlamento pluralista, como el de 1947.

La Constitución democrática de 1961 estableció (como la de 1936 y la de 1945) la menos aconsejable de todas las alternativas: la posibilidad de reelección, pero diez años después de haber ejercido el poder. Consagró una contradicción dual: la de no impedir el retorno de los presidentes y la de permitirlo a destiempo; la fórmula prevaleciente desde 1936, con la variante de que ahora se requeriría dejar pasar dos periodos, en lugar de uno, para optar al retorno. Así, la reelección presidencial congeló la política, esterilizó los partidos y le abrió las puertas al autoritarismo.

En Venezuela se ensayaron las más diversas fórmulas de reelección, pero nunca se estableció la no reelección absoluta, y pienso que esta sería una de las grandes reformas que podría contribuir a la consolidación de la democracia y de la alternabilidad republicana. Es imposible negar las implicaciones negativas de la reelección diez años después, y conviene inscribirla entre las primeras causantes de las crisis políticas. Los dos primeros presidentes de la era democrática, Rómulo Betancourt, a los 57 años de edad, con indudable influencia, y Raúl Leoni, desde su salida del poder, descartaron la idea del retorno. Así está escrito.

La reelección continuada conduce fatalmente al anacronismo de la presidencia vitalicia. Mediante la manipulación del voto popular y el control del Estado y de los diferentes poderes se arma una red de influencias que niega de manera absoluta la equidad que la Constitución supone debe regir en la sociedad.

En una palabra, por el voto cautivo se obtienen los mismos logros de los «gendarmes necesarios», esos caudillos que, como expresó John Lynch, pasaron a la historia «como instrumentos de la división, destructores del orden y enemigos tanto de la sociedad como de ellos mismos».

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