Opinión Nacional

La pesadilla de Kosovo

Las acciones de la OTAN han demostrado no ser efectivas para lograr las metas propuestas: los bombardeos no han servido para acercar la paz sino para endurecer al gobierno de Milosevic, ampliar la «limpieza étnica» y consolidar en el poder a uno de los tiranos más sangrientos de este fin de siglo.

Hacer la guerra para procurar la paz es un sueño que ha perseguido a estrategas, políticos y militares desde hace cientos de años. El sueño, está casi demás decirlo, ha terminado casi siempre en pesadilla. Hoy la OTAN, la alianza militar más poderosa de todos los tiempos, se enfrenta con pesar a este horror que tantas veces se ha repetido en la historia.

No voy a negar que, de partida, la OTAN se ha encontrado en una situación donde elegir su curso de conducta era difícil: si por un lado era intolerable asistir pasivamente a las sucesivas limpiezas étnicas que ha emprendido Slovodan Milosevic en plena Europa, por otra parte resultaba casi imposible concebir algún tipo de acción, fuera de la guerra total, que detuviera las acciones del gobierno serbio. Ya la comunidad internacional había mostrado su indignación durante la sangrienta guerra de Bosnia-Herzegovina y habían abundado las críticas a la pasividad con que se habían encarado los hechos. Algo, entonces, había que hacer en Kosovo, algo que detuviera la sangrienta confrontación en que el gobierno yugoslavo -comprometido sin duda en atrocidades contra la población kosovar- se enfrentaba a una guerrilla también violenta en su accionar.

La primera reacción, sin duda fue la correcta: emprender unas conversaciones de paz que forzaran a ambos bandos a llegar a un acuerdo, deteniendo la violencia y buscando alguna fórmula política que llevara cierta estabilidad a Kosovo. Pero, a mi juicio, las conversaciones fueron mal encaradas. En primer lugar porque no las llevó a cabo ninguna instancia con la suficiente autoridad moral o legal como para comprometer a las partes y, en segundo lugar, porque se hicieron poniendo plazos y formulando amenazas que, eventualmente, tendrían que cumplirse. No se buscó entonces, pacientemente, un debate abierto y sin limitaciones que fuera capaz de ir construyendo una solución, sino que se trabajo con la idea de que Yugoslavia al final cedería frente a las fuertes presiones que se ejercían sobre su gobierno. Cuando esto no sucedió la OTAN se vio entonces en la triste disyuntiva de tener que cumplir con sus amenazas o aparecer, una vez más, como una organización que no puede pasar de las declaraciones a los hechos.

El problema actual es que las acciones de la OTAN han demostrado no ser efectivas para lograr las metas que se ha propuesto alcanzar: los bombardeos no han servido para acercar la paz sino para endurecer al gobierno de Milosevic, ampliar la «limpieza étnica» y consolidar en el poder a uno de los tiranos más sangrientos de este fin de siglo. Los sufrimientos de la población de Kosovo se han multiplicado y, hasta el momento, todos padecen las consecuencias de una guerra que, aunque limitada, siembra sin embargo muerte y destrucción como todas las guerras. Tal como están las cosas parecería que sólo una invasión de fuerzas terrestres, una guerra no limitada a bombardeos aéreos sino peleada, como todas, sobre el terreno, podrá acabar con el gobierno de Milosevic y detener sus brutales acciones. Pero esta «solución» no sería tal: un conflicto de este tipo, aparte de traer indecibles padecimientos a la población civil y de causar un número elevado de víctimas a los invasores, podría prolongarse de un modo imprevisible y complicarse con la presencia de nuevos actores que generalizarían el conflicto. Bien se ha dicho que las guerras «se sabe como comienzan pero no como terminan». Lo más grave, sin embargo, es que una invasión de fuerzas terrestres no tendría ninguna justificación política ni moral.

Tony Blair, el Primer Ministro inglés que es uno de los propulsores más entusiastas de las acciones de la OTAN ha escrito recientemente (en Newsweek, 19-4-99): «Necesitamos entrar a un nuevo milenio en que los dictadores sepan que no pueden emprender limpiezas étnicas o reprimir a sus pueblos con impunidad. En este conflicto estamos peleando no por territorio sino por valores. Por un nuevo internacionalismo donde la brutal represión de grupos étnicos completos no sea ya tolerada.» Bellas palabras, sin lugar a dudas, pero palabras que lamentablemente no se corresponden del todo con los hechos.

¿Dónde quedan, le preguntaría yo a Tony Blair, la brutal represión de grupos étnicos de los gobiernos de Myanmar o de Sudán, las atrocidades de Rwanda y de otros países africanos? ¿Por qué se ataca al brutal gobierno yugoslavo -o para el caso al de Irak- pero no se levanta un dedo contra las políticas represivas de Cuba, Corea del Norte o Libia? ¿Es que la dignidad humana de los kosovares es diferente a la de los tibetanos? ¿Es que no ha habido brutalidad étnica en el Congo o en Sierra Leona? Abundan los ejemplos de dictaduras sangrientas y gobiernos represivos cuando ya se acerca el nuevo milenio, pero ¿sólo Yugoslavia o Irak justifican una acción armada?.

Los valores, para ser tales, deben responder a una convicción ética y no instrumental de la acción. Los principios no pueden tener excepciones ni subordinarse a coyunturas políticas específicas: deben expresarse en normas de validez general para que puedan ser creídos y para que valga la pena luchar por ellos. Si la respuesta de la comunidad internacional va a supeditarse a los intereses o las opiniones de ciertas potencias no estamos ante un «nuevo internacionalismo» sino ante la misma política hegemónica ya demasiado conocida por todos que llevó a la humanidad a tantas y atroces guerras.

No niego la necesidad de luchar, consistentemente, contra toda opresión y toda dictadura. Pero creo que esto sólo podrá hacerse si la comunidad internacional se atreve a formular normas de validez general iguales para todos, si se elimina la odiosa distinción entre tiranías tolerables e intolerables, si se elabora un código de conducta que todos -desde los Estados Unidos hasta la última isla del Pacífico- se vean obligados a respetar.

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