Opinión Nacional

La plusvalía de los muertos

Shakespeare en el lecho de muerte dictó el epitafio para su tumba de la Iglesia de la Santísima Trinidad de Stratford. Dice más o menos así: «Buen amigo, abstente por Jesús, de remover el polvo aquí enterrado/ Bendito el hombre que respete estas piedras y maldito sea quien perturbe estos huesos». El principio en la política es dejar tranquilo lo que está tranquilo, a menos que sea un imperativo estratégico. No remover fondos turbios de lo accesorio es una de las pruebas de sabiduría que dan grandes jefes y estadistas. Los españoles superaron los desgarramientos de uno de los episodios más sangrientos de la Historia, la Guerra Civil de 1936, porque tendieron una lápida de silencio sobre los asesinatos de padres a hijos e hijos a padres, lo mismo que los norteamericanos con su propia Guerra Civil. En su evidente sapiencia, Zapatero quiso sacarle plusvalía a los muertos y se le armó un atajaperro.

Algunos historiadores dicen que las guerras civiles son más crueles que las convencionales porque desatan viejos odios soterrados en la convivencia, y en ellas combaten los de la misma sangre, mientras en las otras pelean hombres que nunca se han visto entre sí. Como producto de los errores «revolucionarios» de la AD del 45-48 y de la imprudencia de Villalba y Caldera, Venezuela vivió 10 años de dictadura. Y en 1958 lejos de retaliaciones y rencores, Betancourt tuvo la agudeza de incorporar a su gobierno los factores de la anterior desestabilización, con el Pacto de Punto Fijo. Jamás sacó facturas arrugadas, y construyó la democracia. Los líderes chilenos parecían (?) entender eso.

Socialistas dementes

Los socialistas crearon uno de sus consabidos naufragios en el descocado intento de convertir Chile en una nueva Cuba, y la Democracia Cristiana apostó a un golpe de Estado en la suposición de que sería efímero. De ahí nació el gran drama del que «todos son culpables», como espetaría el Príncipe ante la muerte de Romeo y Julieta. Gracias a la Concertación entre esos culpables, se lograron luego de 17 años de horror, la paz y el progreso. Por eso el ataque agudo de memoria que acaba de sobrevenirles con la «conmemoración» de los 40 años del golpe contra Allende es una fanfarronada electorera, como si los rusos conmemoraran los fusilamientos campesinos en 1936 por Stalin, o los alemanes la designación de Hitler canciller del Reich en 1933. En septiembre de 1970 a Salvador Allende lo designan presidente por votación constitucional en el Congreso, luego que en los comicios ningún candidato obtuviera mayoría calificada.

 

En Chile existía una poderosa izquierda desde los años 30. Recabarren funda el Partido Obrero Socialista en 1912, antes de la Revolución Bolchevique. En 1932 el comodoro Marmaduke Grove crea la «república socialista» por un pronunciamiento de facto, pero apenas dura 12 días. En 1938, en la política de los frentes populares stalinistas, la izquierda gana las elecciones con un candidato rosado, Pedro Aguirre Cerda. Vuelven a triunfar en los comicios de 1946 con Gabriel González Videla, que una vez electo, abandona el barco revolucionario, y al que Neruda dedica uno de los poemas más demoledores de la lengua en Canto General. Allende obtiene la primera minoría en los comicios y la Democracia Cristiana no tuvo más alternativa que votarlo en el Parlamento.

 

Desgracias inevitables

 

El contaba con amplia simpatía en las propias bases socialcristianas, permeadas por los planteamientos socialistas, y con una profunda influencia en las Fuerzas Armadas. No hacerlo, dicen los expertos, hubiera podido precipitar una guerra civil. Después de tres años de un gobierno equivocado en todo, y la acción demencial de los partidos de la Unidad Popular, con acelerado deterioro institucional y económico, se crea el ambiente para el golpe. No existe lugar sobre la tierra que las políticas hiperestatistas no hayan conducido a la ruina y como debían saberlo los gobernantes venezolanos. Mientras Allende intentaba actuar con «el escudo de la Constitución» como decía, el saco de gatos de la Unidad Popular se dedicaba al vandalismo tan familiar en Venezuela, y el proceso carecía de dirección. El Partido Socialista estaba dividido en varias fracciones, desde la derecha hasta la ultra izquierda, que andaba cada una de su cuenta.

 

Así la disidencia socialcristiana del MAPU y los radicaloides (siempre ellos) que no pertenecían de la UP, adherían «la causa» para radicalizarla, como el MIR, la Izquierda Cristiana y el VOP. Tomas de fincas, manifestaciones, ocupaciones de fábricas de botones, insultos y ruina para las clases medias, atracos a bancos por militantes revolucionarios. El triunfo de Allende y el golpe de Estado fueron desgracias, pero desgracias inevitables. El pinochetazo fue incansablemente buscado por todos los factores, porque la cordura había huido. Los radicaloides querían la «confrontación final» en la que las masas derrotarían los tanques, y armaban los trabajadores con revolvones y escopetas para dar la batalla decisiva contra el Ejército. Pinochet dio el zarpazo cuando el caos disolvió la fuerza de Allende en el aparato militar y pudo asumir el control pleno. «El pobre Augusto ya debe estar muerto» (por los golpistas), dijo Allende en medio del putch. Y el otro gran responsable ante la historia fue el secretario general de los socialistas, Carlos Altamirano, quien el 9 de septiembre le retira el apoyo del partido al presidente. Esa fue la señal para el golpe. La historia se vistió de rojo.

 

@carlosraulher

 

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