Opinión Nacional

La quimera del odio

Sentado en su silla de vaqueta, el vigilante dormitaba. Las puertas de la casa solariega se habían cerrado al público hacía una hora y los demás empleados se habían marchado a almorzar. Como todos los días, Pedro Juan había calentado en el viejo fogón una arepa esta vez con carne mechada. Acompañada de un jugo, hoy de parchita, le era suficiente a su edad. Frisaba los sesenta, pero se mantenía todavía vigoroso, delgado. «Pura fibra», el remoquete se lo habían endilgado en su San Casimiro natal. Se había mudado a la capital, luego de cumplir el servicio militar y llegar al rango de sargento segundo. Su ingreso en la Metropolitana le resultó fácil, casi natural. Luego de treinta años ininterrumpidos solicitó su jubilación y, con alguna ayuda de sus antiguos jefes, obtuvo el cargo de vigilante de «uno de los tesoros más importantes de la Patria», como se lo repetía su hermana la maestra Josefa.

De pronto observó que la puerta de las caballerizas se abría. Un anciano con un traje enteramente negro y una camisa y corbata primorosamente blancas traspasó el umbral y se vino directamente hacia él. Su porte erguido y su andar le recordaron al vigilante a sus antiguos jefes. Por eso, se puso de pie inmediatamente y lo saludó con unas «Buenas tardes» afectuosas, a las que el anciano respondió con una inclinación de cabeza.

El urogallo

–¿Cuál crees tú, Pedro Juan, que haya sido el peor momento que ha atravesado la Patria?– le dijo con voz cascosa.

El anciano lo conocía. Lo había tratado por su nombre. Vagamente recordaba haberlo visto en alguna parte. Pedro Juan conocía bien su Historia de Venezuela. Si de algo estaba orgulloso era de eso. Como soltero empedernido, había gozado de mucho tiempo libre y lo había sabido distribuir.

–Creo, señor, que cuando el general Ribas debió enfrentar a Boves en La Victoria Por aquí mismo marcharon aquella veintena de estudiantes del Seminario de Santa Rosa que salieron a reforzarlo. Pero, claro, llevaban sus mosquetes y sabían dispararlos. Esa fue la diferencia. Boves debió lanzar a sus lanceros en filas de ocho en una calle estrecha que no admitía maniobras y en la barricada frente a la plaza aguardaban los mosquetes de los muchachos. Dos descargas y quince lanceros rodaron por el suelo. A la segunda embestida, veinte muertos más. Boves comprendió y emprendió la fuga.

–No, hombre, estás equivocado.–repuso el anciano. –Como los jinetes del Apocalipsis, cuatro han sido hasta ahora los momentos más aciagos de la Patria. Han sido aquéllos en que la nación se ha dividido en bandos irreconciliables, cuando algún inconsciente ha incitado a la lucha de clases. El primero fue José Tomás Boves. Es cierto que el régimen español unido a una importante porción del mantuanaje condenaba a la miseria a los blancos de orilla y a los pardos. Pero el odio social sólo conducía a la ruina. La lanza de Zaraza en Urica puso fin al monstruo. Sin embargo, le nació un heredero. Manuel Piar. Sí, no te asombres. El héroe de San Félix era también un resentido social, a quien los chismes de la época asociaban dolorosamente con la familia Bolívar. Y el hombre más magnánimo que el mundo haya conocido tuvo que pasar por el inmenso dolor de ordenar su fusilamiento. Porque en realidad Piar no sólo andaba minando la disciplina del Ejército, sino lo que es más grave, soliviantando los odios sociales y la lucha de clases. Con Piar hubiera continuado la guerra civil iniciada por Boves. No hubiera sido posible la regularización de la guerra y el abrazo de Santa Ana.

Hizo una pausa, como para tomar aliento. Hablaba ardorosamente pero se veía que la edad no le permitía semejantes sofocos. Pero Pedro Juan no tuvo tiempo de contestarle, pues el anciano volvió a la carga.

El liberalismo amarillo

–La segunda vez fue en los años iniciales de la llamada Guerra Federal. El régimen liberal manchesteriano condenó a importantes sectores a la miseria y el asalto al Congreso deslegitimó a Monagas. Pero la respuesta fue incitar a la lucha de clases. El grito de los revolucionarios de «¡Viva la revolución y muera el ganado!» y la mención de oligarcas para designar a quienes detentaban el poder económico y político, demuestran claramente el origen socioeconómico del conflicto. Guzmán Blanco llegó a señalar que «He acabado con los godos, aún como clase social». Sin embargo, no tuvo razón. Los conservadores se refugiaron en los Andes y veinte años más tarde iniciarían la reconquista del poder y pondrían fin al caudillaje federal. Volvería el orden, que haría posible la inversión extranjera en el petróleo. Le seguirían sesenta años de paz social y de progreso.

El anciano volvió a callar. Esta vez Pedro Juan permaneció con la boca cerrada.

–La tercera ocurrió hace poco. En el inicio de la década del sesenta. Algunos ilusos creyeron ver en el éxito de Fidel Castro en Cuba, el inicio de la revolución proletaria latinoamericana. Y volvieron a levantar la bandera de la quimera del odio social. La legitimidad del voto popular y la fortaleza de los partidos políticos multiclasistas dieron al traste con la locura.

El anciano inclinó de nuevo la cabeza y pareció marcharse. Pedro Juan lo retuvo por un brazo, a la vez que le reclamaba:

–Pero usted habló de cuatro veces como en el Apocalipsis.

El mar de la felicidad

El anciano alzó la cara triste.

–La cuarta, buen hombre, está comenzando… En la década del setenta se creó la falsa ilusión de la inagotable y siempre creciente riqueza petrolera. La secuela de miseria de los ochenta y los noventa deslegitimó la democracia. Pero es un error retomar el camino de la lucha de clases.

Pedro Juan sintió cómo el anciano le colocaba la mano en el hombro, en gesto de despedida. Al abrir los ojos, encontró frente a él al director del Museo.

–Pedro Juan, ¿Esta usted bien? ¿Qué le ocurre, hombre?

–Nada, nada.– respondió el vigilante — Sólo soñaba. Nada más.

De repente a Pedro Juan le vinieron a la mente unos versos de Andrés Eloy:
«Yo vi una vez en sueños al Mariscal anciano.

Las balas de Berruecos no hicieron blanco en él…»

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