Opinión Nacional

La soberbia del autoritarismo

El peor pecado de un gobierno autoritario no es la inmoralidad de manipular las leyes a su antojo. Ni siquiera es el reprimir abusivamente a los ciudadanos, represión que no sólo habla de bombas lacrimógenas y piquetes de policía sino que también se refiere a persecución intelectual y política, como en el caso de los inhabilitados. El peor pecado del autoritarismo es creer que se pueden cometer todos esos actos y se saldrá intacto de la justicia. No hay forma humana de esconder la realidad. Las 26 leyes que groseramente el presidente nos impuso le gritan al mundo que Chávez está dispuesto a cargarse lo que hayan decidido los venezolanos. El 2 de diciembre la mayoría, cuantificada incluso por esa aberración institucional que es el CNE, le dijo muy claro y sin dudas que no quería su reforma constitucional. Ninguno de los puntos presentados. La votación fue para revertir cada una de las propuestas que hizo el teniente coronel. ¿Cómo entonces se puede permitir que vía una ley habilitante espuria se imponga la voluntad autoritaria de un sólo hombre por sobre un país entero? En un Estado con su moral sana, en otra nación que tuviese su amor propio bien colocado, Chávez habría sido depuesto por cualquier mecanismo legal y pasado a un tribunal porque lo que hizo sería considerado un delito. Esa es la soberbia del déspota, desconocer lo que Venezuela decidió libre y soberanamente y hacer lo que le venga en gana. ¿Quién es entonces el fascista? ¿Quién es el imperialista que cree gobernar como si fuera Dios? Si tuviésemos arrestos éticos deberíamos asumir que la voluntad de Chávez importa un rábano ante la voluntad del país. Él no valdría nada frente a lo que quiere toda Venezuela. Sus decisiones serían menos que necias ante lo que dispusiera la nación. A fin de cuentas ese señor no es más que un cuestionado empleado público, acusado de infinidad de faltas, y con una fecha inamovible de entrega de su puesto. Nosotros, usted que votó en diciembre y ahora se burlan en su cara, usted es el jefe de ese señor. Y ese señor debe hacer lo que todos mayoritariamente ordenemos. ¿Por qué valdrían las decisiones electorales que le convienen al gobierno y no las que le dan la espalda? ¿Habrá algún principio legal que ampare ese prejuicio malcriado? Ninguno que no sea la soberbia revolucionaria. Pero lo que Chávez no mide es que ese desconocimiento ilegal de lo que quiere Venezuela, expresado en la elección de diciembre, y ahora además avalado por el Tribunal Supremo, acaba de abrir una peligrosa puerta hacia la anarquía y el caos. Él en su soberbia no se ha dado cuenta de que amparándose en su misma conducta, en el manto pestilente de legalidad que le arrojó el Tribunal, otro podría obrar igual. Cualquiera podría desconocer una elección saltándose la voluntad del elector y usando los mismos recovecos expuestos por Chávez y sus eunucos leguleyos. Las trampas se esconden entre los artículos de las leyes y lo que se termina violando es el espíritu que las inspiró. Chávez traicionó la constitución, traicionó el mandato que le dio el pueblo. Y no contento con eso forjó todo un tinglado para bendecir su acto. ¿Con qué moral podrá entonces oponerse a un movimiento igual pero en contra?
Poco a poco y en nuestras narices, Chávez nos está robando el derecho ha decidir. Está imponiendo su libertad de mandar sobre la nuestra. La estatización de las cementeras es un nuevo filtro que el gobierno nos impondrá a los venezolanos. De la autoritaria voluntad del sátrapa vendrá la decisión sobre quién construye y quien no. Es más, se decidirá qué se construye y qué no.

Está visto que la batalla no es puntual. No se remite exclusivamente a una elección o una fecha particular. Esta cruzada que debemos librar contra el autoritarismo, el abuso, la felonía y la inmoralidad se debe dar día a día. Minuto a minuto. El mismo Chávez así lo ha planteado. Él no está mirando una cita específica. Él trata a cada momento de robarnos el país. Y serán cómplices del crimen no sólo los que acompañen a esta revolución sino también los que no hagan nada para evitarlo. Suena grotesco pensar que vivimos en un país de 27 millones de cómplices. Entonces ¿qué piensa hacer usted? ¿Cuál postura tomará? Y recuerde que mientras usted reflexiona, hay un soberbio que se regodea sobre nuestras cabezas sintiéndose deidad y amo.

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