Opinión Nacional

La trampa de la corrupción

¿Cuántas denuncias sobre corrupción de funcionarios del régimen han sido debidamente procesadas? ¿Cuántos señalamientos de esta naturaleza han conducido al establecimiento de responsabilidades y sanciones? Es cierto que la corrupción de alguna manera se considera hoy en día como una «subcultura» del poder y que el uso de ella sirve para la descalificación de los adversarios. Por ejemplo, ahora mismo Rajoy en España afronta un vendaval de acusaciones, pero en el caso venezolano se trata de un asunto mucho más complejo.

La tendencia a la malversación y el uso indebido de los dineros públicos se corresponde con la propia naturaleza del modelo vigente. Sin un poder contralor imparcial; con un sistema judicial secuestrado por el Ejecutivo, y con los medios considerados como instrumentos estratégicamente opositores, ¿cómo hacer entonces para que el tema sea enfrentado con la transparencia y el rigor necesarios?

En la etapa democrática el asunto de la corrupción (a partir del célebre caso «Sierra Nevada» durante el primer gobierno de CAP) abrió el camino para que las denuncias de ilícitos administrativos dieran cuenta de ministros y altos funcionarios de los gobiernos posteriores. Incluso, el mismo CAP debió renunciar en 1993 por el uso de la partida secreta para la ayuda de la democracia en Nicaragua.

Un juicio que se hizo público y con alcance internacional y que concluyó en que hubo traslado irregular de partida, pero en el cual no se pudo comprobar el delito de peculado. Los señalamientos en esta materia sirvieron desde entonces para popularizar la imagen de numerosos parlamentarios cuya gestión se caracterizó por su capacidad para formular denuncias. De allí el oficio de «denunciantes profesionales», sin que sus denuncias fuesen comprobadas.

Como es lógico, la iniciativa en esta materia siempre perteneció al ámbito opositor, y era la forma de interpelar a altos funcionarios que generalmente terminaban con la destitución. Esta semana en la AN la bancada chavista tomó la vía de la lucha anticorrupción mediante la acusación a varios dirigentes de Primero Justicia.

Es evidente el propósito de lograr con ello la mayoría calificada del organismo para mantener el control de los demás poderes, pero es, en todo caso, una forma demasiado burda de pervertir el combate contra el flagelo.

No es otra cosa que la vieja táctica de «empatar el juego», en este caso con una evidente ventaja: quienes acusan ejercen además el control de los poderes que en teoría deberían aplicar las sanciones correspondientes. Una fórmula que, como ha dicho Ramón Guillermo Aveledo, «es fascismo puro».

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