Opinión Nacional

La Venezuela teatral…

Pueblo arrodillado

Una cruda realidad se me revela y me abofetea el orgullo patrio: mi pueblo, ese bravo de antaño, deslumbrado por el temperamento dramático del farandulero de turno, se hinca de rodillas y, chorreando babas, lo adora, mostrando de esta manera lo que acaso sea su peor y más honda debilidad: la intelectual.

Me interrogo con angustia: ¿Cuál es la naturaleza de esta terrible inconsistencia? ¿De dónde proviene ese desdén por pensar y ejercer la crítica?

Podría considerarse que el estallido de la masas en favor de la reina Vanidad que imperó en el período democrático que ahora se conoce como la Cuarta República —esta diferenciación nominal no pasa de ser un mero decir teatral, ese período en un sentido estrictamente historiográfico está intacto, Chávez, su república, la nueva democracia y los demás factores, forman parte integral de un movimiento que nace en 1958 y que todavía se proyecta en el tiempo; nada ha cambiado ni cambiará, los “actores” y el libreto son exactamente los mismos— y que fue ganando espacio hasta agruparse en torno a un espectacular altar donde se rindió culto a la banalidad y al artificio, fue el elemento cardinal que hiló esa propensión ciega del venezolano hacia lo escénico y simulado, soslayando lo que fundamenta y da vigor a cualquier sociedad: el pensamiento. Pero no, ése no es el mal, el padecimiento es otro y es ancestral, se remonta a nuestros orígenes patrios…

La teatralidad de lo próceres

El adalid venezolano desde tiempos inmemoriales ha completado sus hazañas históricas como si protagonizara una épica hollywoodense. Guaicaipuro es el arquetipo de nuestra teatral heroicidad política. Otros casos archipopulares son los de Miranda y Bolívar, quienes en su momento fueron tan grandes actores como sus hazañas. Imaginar, por ejemplo, a un Miranda señorial, uniformado con su rimbombante casaca de la revolución francesa, desplazándose por sabanas y llanos sobre un aristocrático corcel blanco, guiando a un tropel de descamisados y esclavos, aspirando a la libertad (escena casi surreal); o a un Bolívar abstraído, representando la más lograda actuación de sí mismo, embebido en sus reflexiones de libertad e integración, manifestando altisonantes ideas a una horda de analfabetas que lo único que sabían de lenguaje era decir: “Sí, mi amo”; nos ilustra cuan escénicos pueden ser nuestros líderes.

Ellos, actores o próceres, soñadores de una libertad que obtuvieron a medias, recibieron aplausos por su actuación, y luego, conocida tragicomedia latinoamericana, sus presencias quedaron fosilizadas en estatuas y placas de metal. El protagonismo teatral los consagró y, al mismo tiempo, los condenó a la memoria mineral.

Los condenados del Absurdo

Desde entonces nuestra vida pública —ya sin hazañas libertarias— ha sido exclusivamente un teatro, como si una enorme cámara oculta estuviese filmando las actuaciones amaneradas de nuestros mejores actores: los políticos; y ellos, extraviados en la trama que representan, totalmente enajenados de la realidad, saltan, exclaman, chillan y, hasta, ensayan, para cumplir su papel.

En la actualidad, ¿teatro del Absurdo?, el pueblo ya cansado de tanta tragedia apuesta por la comedia. De la risa, se retuerce, cae de rodillas y aclama al farandulero de turno (¿cuánto vale su show?). Celebra su fatalidad teatral y, deslumbrado, se rinde ante el deleite del bufón. De más está decir que una nación construida en tales circunstancias jamás será capaz de elegir un gobernante cuerdo que lo redima, jamás. En Venezuela la necesidad de cualidades histriónicas en la política nos condena a una teatralidad postiza y mineral. Los venezolanos, ante los ojos del mundo, estamos condenados al absurdo.

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