Opinión Nacional

La vida es como el futbol

Será por parecerse tanto a la vida que ese juego bien lleva el título de deporte universal. Una dinámica febril, impredecible, a veces alucinante, que parte de ciertas estimaciones pero nunca con algo seguro. De hecho cada partido de fútbol asemeja una intensa guerra, casi sin tregua, durante la cual sentimientos tan fuertes como el nacionalismo, el mito del superhombre y la noción de fatalidad van fluyendo entre descargas de adrenalina.

Leo la crónica de los brasileños tras la eliminación de su selección. Quienes hasta la víspera endiosaron a sus jugadores ahora los atacan con los peores dicterios. Hablan de traición, de entrega, de flojera y fiasco. La estatua de Ronaldinho fue destrozada como símbolo de su caída en desgracia. El veterano Cafú se quedó en el viejo Continente y el director técnico tuvo que escurrirse por la puerta trasera del aeropuerto por temor a ser linchado.

Igualito discurre el partido de la vida. La gente apática y escéptica hasta que alguien hace algo notable. Entonces procuran acercársele, tomar prestado algo de su brillo, servirse de su fortuna, de su inteligencia, de su fama o de su buena suerte. Por eso los triunfadores llegan a ser personas asediadas, cercadas y puestas en vitrina de vidrio. Que cuando llega la inevitable inflexión, el quiebre, la hora menguada, los mismos aduladores se trocan en verdugos inflexibles e irracionales.

Nada más fácil que criticar a quien lo intenta, a quien lleva la responsabilidad, al que ensaya y trata de hacerlo. En el caso del fútbol, ninguno de los cronistas o críticos sería capaz de jugar un partido completo. Pero se atreven a desconocer el homérico esfuerzo de hombres que corren dos horas detrás de un balón, recibiendo golpes terribles, brincando y cayéndose, sofocados por el calor, abrumados por el clima de nervios. Razón tenía Jorge Luis Borges de considerar al fútbol algo bárbaro.

El fervor popular termina perjudicando a los propios jugadores. A un hombre aún joven como Ronaldinho lo abrumaron con el halago universal. La misma FIFA le declaraba mejor jugador el planeta. Vendían su estampa, lo presentaban como el invencible y el muchacho llegó a este mundial cercado por semejante propaganda. Estaba obligado a igualarse con Pelé o Maradona, imagínese usted. Terminó convulsionando, imagino que en el epicentro de una crisis nerviosa y ahora se sabe que tendrá que operarse la rodilla calcificada, es decir, que mientras corría le dolía horriblemente. Y aún así le piden más…

Ese juego es tan impredecible que todavía no han logrado montar un simulador capaz de predecir los resultados. Las computadoras juegan ajedrez y prevén todas las estratagemas de los campeones mundiales. Pero con el fútbol no pueden hacer nada. De hecho, así de impensable es la vida. Aquí y allá operan millones de variables, derivadas a su vez de las infinitas posibilidades de cada escenario, de cada combinación, de cada posición y momento. La creatividad, la infinita voluntad humana y su inmensurable capacidad física, todo calculado sobre variaciones de once o de veintidós, más el árbitro, más el público, más el clima.

El fútbol apoya subliminalmente la tesis del superhombre, ese ideal vago pero generalizado según el cual puede aparecer alguien invencible, siempre ecuánime, siempre fuerte, infranqueable, inmutable. De vez en cuando surge un fenómeno como Pelé y se convierte en un icono universal. O un Maradona, cuya depresión, drogadicción, primitivismo y obesidad, todo resulta de lo más comprensible, porque sólo un tipo de semejante complejidad psicológica puede rendir de la irracional manera que él lo hizo.

Pensemos por un momento en la difícil vida del futbolista. Tiene que entrenar regularmente, como usted ir a la oficina, abrir la tienda, sentarse al pupitre o manejar el automóvil. Tenga alta o baja la serotonina, hubiese amanecido insomne o somnoliento, igual tiene que lanzarse al terreno, a correr una y otra vez tras el balón, cuadrando la jugada perfecta, midiéndose a si mismo y a los demás. Para recomenzar al día siguiente, como el mito de Sísifo, porque nunca se acumula el entrenamiento para un año o dos.

Los futbolistas son casi máquinas, pero por carecer de piezas de repuesto, siempre se lesionan y desgastan. Coman lo que coman y aunque entrenen veinte años, sus rodillas y tendones siguen siendo humanos, inevitablemente frágiles. Y por si fuera poco, tienen que lidiar, al día siguiente de las derrotas, con los reclamos del irracional público y de los llamados críticos.

Así con las jugadas ensayadas. Cuando Brasil fue eliminado los indignados cronistas les reclamaban la ausencia del “juego bonito”. Que juego bonito puede haber con semejante presión psicológica, el jet lag del vuelo, la ansiedad, las tribunas rugiendo, aupando o denostando, allí nada puede salir como se ensayó, porque cada individualidad constituye una combinación infinita de posibilidades y a su vez cada equipo tiene su estilo, cada árbitro tiene sus caprichos.

Paralelo a la fortaleza física, a la coordinación, el entrenamiento y la experiencia, cada equipo tiene un duodécimo jugador en el campo, este a veces es el optimismo y a veces el pesimismo. A veces, tras un breve revés, se produce una desmotivación general que puede incluso paralizarlos. Como le sucedió a los favoritos alemanes en la reciente gesta semifinal. El primer gol, ya cerrando el juego, los dejó en una especie de shock, tras lo cual Italia pudo anotarles otro tanto, casi en segundos.

El mayor acierto comercial del fútbol ha sido motivar las pasiones, relacionar los sentimientos primarios con la competencia y orientarlos económicamente. En el climax de cada partido la gente puede exaltarse aún por el equipo que no le representa en absoluto o con cuya nacionalidad no tiene relación.

Mirando el tema desde otra óptica, también tiene sus lecciones muy valiosas. La continuidad del esfuerzo, primera de éstas. Dentro de poco, los triunfadores y perdedores ya estarán de nuevo entrenando, reintegrados a sus equipos europeos y cumpliendo el agotador cronograma que deberá desembocar en otro duelo mortal dentro de cuatro años. Así debería ser la vida, una intensa batalla, vivida al momento tras lo cual sólo resta prepararse para la siguiente. Porque cada quien en sus modestas dimensiones, en su humana circunstancia, corre la vida entera tras un escurridizo balón, lo intenta de mil formas, yerra o acierta, pero por lo menos trató. Y eso es lo importante.

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