Opinión Nacional

La violencia es un torbellino sin fin

La violencia es el arma de los que no tienen razón. Sin embargo, en la medida en que la sociedad permita que ésta se instaure permanentemente resultará cada día más difícil erradicarla.

La violencia que se viene desarrollando en Venezuela tiene características similares a las de un tornado. Empieza poco a poco generada por unos desadaptados sociales, a sueldo de un proyecto político cada día más indefinido y nebuloso, para luego coger fuerza y transformarse en una violencia generalizada y sin propósito. Como la que se pudo observar a las puertas del máximo tribunal de justicia de la República.

Lo grave de esta violencia sin control es que ya no sólo involucra a ciertos adeptos al régimen y algunos de la oposición, sino que además contagia las propias fuerzas de seguridad del Estado. Como por ejemplo, el caso de la bomba lacrimógena arrojada con premeditación y alevosía por un Guardia Nacional, que no quiso dar la cara, contra un grupo pacífico de observadores que conversaban con la defensoría del pueblo.

La violencia crece como un tumor maligno en una nación como la venezolana, que ha sido históricamente un país pacífica. Es verdad que había signos de grave deterioro social, como lo expresan las cifras trágicas de asesinatos que ocurren cada fin de semana. No obstante, había un optimismo subyacente sostenido en que de producirse los cambios necesarios en la conducción del Estado, las condiciones socioeconómicas de la población mejorarían. En consecuencia se establecería un clima de confianza que permitiría enfrentar y erradicar los principales males sociales, que impiden que Venezuela se convierta en una nación próspera y moderna.

Hoy vemos con horror como gente de naturaleza pacífica contempla como un mal necesario una posible guerra civil. El clima político enrarecido en el que vivimos, la recesión económica y la perdida de la esperanza en la mayor parte de la población constituyen, lamentablemente, un caldo de cultivo favorable a las soluciones desesperadas para lograr aminorar la angustia que no permite vivir en paz.

Es obvio que la guerra civil no es una solución. Baste recordar lo que le costó eso a la sociedad española, salvadoreña, nicaragüense y le sigue costando a Colombia. La guerra no corrige nada. Sólo destruye y siembra heridas difíciles de sanar. Lo grave es que hay personas que la ven como un proceso necesario de redención social. Es decir, vendría a ser una forma de expiación colectiva para curarnos de los vicios de esta sociedad sin remedio. Tantos utópicos han desfilado por el camino de crear la sociedad perfecta sobre las cenizas del antiguo régimen para que luego el tiempo, una vez superado el furor revolucionario, ponga de nuevo las cosas en su lugar. En el fondo estos “revolucionarios” son los eternos parteros del bonapartismo. Alguien dijo una vez que la naturaleza aborrece el vació, en verdad lo que la sociedad no soporta es el caos permanente y por lo tanto después de un tiempo de violencia desorganizada viene inevitablemente un orden violento.

No sé si en verdad hay una voluntad de los principales actores políticos y militares del país en buscar una salida pacífica y racional a la crisis que nos envuelve como en un torbellino sin límites. Pienso que tristemente prevalece aún aquel adagio popular que “en río revuelto ganancia de pescadores”. El diálogo concebido como una fórmula oportunista para conservar el poder, en un «quitate tú que me pongo yo», no conducirá a ningún sitio sino a la aceleración del tornado de la violencia que sí nos llevará, después de causar mucho daño, a un nuevo orden político en que la gran perdedora será la libertad.

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