Opinión Nacional

Las guerras de Chávez

La metáfora bélica tiene hondo calado en la literatura marxista, pero es en la consabida reforma curricular donde encuentra una de sus más significativas e inadvertidas expresiones. Por lo demás, ejemplifica bien los ritmos que se ensayan en una experiencia agotadoramente revolucionaria que no tiene, para mayor curiosidad, un proyecto innovador que la respalde.

En efecto, es un insigne teórico como Antonio Gramsci, portador de un dramático testimonio personal que lo enaltece, quien versó en torno a la guerra de posiciones, camino a la construcción de una hegemonía que sustentará lo que – en definitiva – configura la polémica noción de bloque histórico. La sociedad civil y sus más variadas instituciones, se ofrecen como trincheras a conquistar en una jornada de larga y paciente duración, incluyendo todo lo que signifique el sistema y el aparato educativos, si no abuso de la síntesis.

En casi una década de ejercicio del poder, el Presidente Chávez ha avalado los muy serios intentos de transformar todo el sistema o aparato, en un ensayo que – gramscianamente – puede tildarse de transformismo. Es decir, desde arriba.

Ahora bien, la propuesta curricular se vale de magníficos propósitos, como el de inducir determinados valores como el de la solidaridad, pero inmediatamente se le notan las costuras, pues, amén del culto a la personalidad presidencial, un dato tan obvio, la prioridad reside – a modo de ilustración – en enfatizar la versión de lo que ha ocurrido en los últimos tiempos, según el leal saber y entender de los promotores del cambio curricular. La solidaridad es apenas un enunciado que no lo corroboran otros como el de la libertad y la tolerancia, por lo que – pasando por encima de las previsiones constitucionales – lo importante estriba en imponer un proyecto que sólo conoce el mandatario nacional en sus más íntimos y temidos detalles.

Resulta imposible contextualizar la reforma curricular en el ámbito estrictamente educativo/educacional, porque tiene por pista segura un interés político-partidista de magnitudes insondables. Fracasada la reforma – ésta vez – constitucional, e imposibilitada más aún la aceptación obligada y resignada de todos los venezolanos del proyecto dizque revolucionario, por más que siembren de niples y otros artefactos a la ciudad, llenen de un grafiterismo ocioso sus paredes o cierren plantas de televisión (algo tan propio de la leninista guerra de movimientos), sólo aparentemente aceptan el lento camino de la creación del otro “sentido común” que les ayude a prolongarse en el poder, olvidando – por cierto – lo dicho por el sardo en sus escritos (pre) carcelarios sobre la condición de dirigentes.

Estas guerras – la de posiciones y la de movimientos – y estas contradicciones – la faz leninista y la gramsciana – a las que asistimos como algo más que espectadores, tienen en el mandatario nacional una única respuesta: la asimetría del conflicto interno. O, en otras palabras, métanse con el santo, pero no con la limosna: aceptemos el contrapunteo agónico entre la aceptación y el rechazo de la reforma constitucional o curricular, entre otras de las tantas iniciativas que lanzará por siempre a la calle, pero habrá plomo si pierde las elecciones regionales y nacionales, porque es él y no otro el objetivo.

Las guerras de Chávez se resumen en su propia supervivencia política, lo demás es lanzar una cobija para arroparse hasta donde alcance, lanzando otras sucesivamente. Y, más allá de las posiciones o de los movimientos, la asimetría es la mayor ventaja del jefe ceresoleano de Estado.

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