Opinión Nacional

Las purgas estalinistas

Ameliach probó el aceite de ricino. Mientras anduvo por la goma las cosas le fueron bien, pero justo al decir ñe, en el preciso instante en que sus neuronas hicieron más sinapsis que las suficientes para la consabida adulación, el caldo se le puso morado.

Entre muchos, ése es el problema de las autocracias: el otro no existe, es un autómata obligado a decir sí, a uniformarse, a pensar como el mandante y a actuar en consecuencia. ¿Quién lo obliga? Primero una convicción ideológica a manera de gríngolas, luego el partido, después el caudillo, que finalmente hace caída y mesa limpia.

El pobre Francisco Ameliach cayó en desgracia, como cualquiera en un régimen de esta naturaleza, y además en el momento menos esperado (¿suponía este señor que ya mismo iría al patíbulo ordenado ad hoc por su jefazo?). Caer en desgracia significa parecerse mucho al personaje constante en dramas como el cubano o el ex-soviético, es decir, alguien a quien sin consideraciones sobre su comportamiento previo, se humilla en público, se acusa, y en fin se destroza, con la guindita de que él mismo hará la puesta en escena de su vida: darse golpes de pecho, retractarse con un patetismo vergonzoso, confesar frente a los otros el desvarío que llevó a cabo. Con Chávez todo, sin Chávez nada.

Ocurre que en la mentalidad de un individuo con ideas autocráticas, cuyo concepto del poder es “el Estado soy yo”, anida el peligro que llevó al despeñadero (y a las purgas, y al paredón) a cuanto país lo cobijó en sus brazos. La ética del totalitarismo es una sustentada en la fe, en aquello que sin ser visto produce la seguridad de tener plena razón, en todo y ante todo, por lo que a la vuelta de la esquina las cosas dejarán de ser lo que son para trocarse en pedazos del Paraíso.

La ética como razón de fe es siempre el alfa y el omega de todo colectivismo articulado en función de su mesías correspondiente, y de ahí a la lista de Tascón, al partido único, a llamar terroristas a quienes piensen diferente y a la “hegemonía comunicacional”, existe menos que un milímetro. Para allá vamos. ¿Cuál es el dios de semejante religión? Una trilogía de lo más espeluznante: otra vez lo ideológico sin cortapisas, el partido y el caudillo.

Ameliach está pagando el precio de confundir gimnasia con magnesia. Lanzó un dardo previamente pasado por alcohol, muy bien desinfectado, pero resulta que fue recibido como flecha envenenada. Tal es la lógica del comunismo, y estos señores lo son, y con trasnocho, que es peor. Quien se sale del redil es el traidor. El traidor es enemigo. El enemigo no cabe en nuestras filas. Moraleja y conclusión: “ordene, ordene comandante”. No hay vuelta atrás. Ameliach no debería sorprenderse en lo absoluto, la historia enseña y confirma que salirse del rebaño, aún a través de un mínimo ejercicio de opinión, trae el garrotazo como recompensa. Pero la ideología, o sea las gríngolas, crean el paisaje en tono rosa que en verdad es mucha espina y poco pétalo.

Como Heberto Padilla en el castrismo, el señor Ameliach debió arrodillarse ante el mandón y vomitar su mea culpa. Es un guión sabido de antemano. Puede ser que así se salve, que mantenga cierto estatus, pero con la espada de Damocles redoblada acariciándole el pescuezo. Toda autocracia, todo caudillismo, todo régimen militarista termina lanzando palos y escondiendo el puño. La propaganda los muestra exaltando sus supuestos fines: la libertad, el humanismo, el socialismo, el pueblo y otros clichés por el estilo, pero los medios que utilizan para tomar su cielo por asalto son tan imbéciles como aterradores.

Cuando a Albert Camus le preguntaron acerca de su filiación política, contestó que defendía el pluralismo. Y sostuvo en otra ocasión: “¿Se podría organizar un partido de quienes no están seguros de tener razón? Ése sería el mío”. Y también: “Aquellos que pretenden saberlo todo y resolverlo todo, acaban siempre por matar”. En buena medida, Ameliach está herido de muerte.

La perdición del Presidente será creerse ungido por la divinidad, suponerse único e imprescindible. Más temprano que tarde esos pies de bahareque no soportarán el peso de sus manías y desafueros. Entonces caerá de bruces en el basurero de la historia, que no olvida ni perdona. Mientras, continúa la purga estalinista.

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