Opinión Nacional

Leer

Hay unas cuantas cosas en torno a la lectura que me intrigan desde hace años. Antes me preguntaba cómo hay gente que no lee, que se burla de los que sí lo hacen y que sienten una mezcla de pavor y de asco por los libros; ahora, me llaman la atención aquellas personas que regalan libros y que constantemente andan preguntando por ahí cómo hacer para que sus hijos lean, cuando ellos mismos jamás tocan un libro: gente que respeta a los libros de lejos, como algo que es bueno para los demás pero no para ellos, como el germen de trigo, la acupuntura o la pulcritud administrativa.

Para mí la lectura no es ningún misterio, ni el signo de que uno sea especial o superior a los demás. No me parece que los que leen son automáticamente mejores personas mucho menos, los que además escribimos; con mucha frecuencia los buenos libros son muchísimo mejores que sus autores ni olvido que sociedades muy bien educadas han cometido espantosos horrores. El libro no es un objeto en torno al cual se reúnen seres extraordinarios ni la librería un club para unos pocos elegidos; cualquiera puede leer y buscar lo que quiere, lo que le da la gana, en una librería o en una biblioteca.

Leer tampoco es una tarea, salvo cuando es un deber académico o profesional, por supuesto; leer es como escuchar música, algo que casi todo el mundo hace, y leer bien es como comer bien, una actividad enormemente placentera que te fortalece y te nutre. Y del mismo modo en que uno encuentra tiempo para los demás placeres también lo puede encontrar para la lectura. Siempre hay tiempo para leer, hasta en la cola del banco.

Y es verdad que los libros se han puesto muy caros, pero también que un buen título puede costar menos que un trago en un bar o tres helados un domingo por la tarde.

Yo he leído siempre y es para mí algo tan natural como respirar o comer, de ahí que me cueste tanto entender por qué no lo hace todo el mundo. En mi casa había libros y yo me puse a leerlos, así de simple, y a pedir más. Nadie nunca me ordenó leer.

Más bien me decía mi abuela que soltara el libro y saliera a jugar a la calle. Cuando en el bachillerato nos obligaban a leer María o Martín Fierro enten- día por qué hay unos cuantos traumatizados con la lectura; nos trataban de extirpar desde el principio la posibilidad de establecer una relación gozosa con la lectura.

Para mí, la lectura es, ante todo, placer, compañía. Uno vive mejor si lee. Es calidad de vida.

Como ir al cine o tomarme un buen café. Y lo es porque los libros me han ayudado a entenderme a mí mismo y a los demás, a comprender los sentimientos y las ideas, a darme cuenta de que no soy en absoluto el centro del mundo sino uno más en un planeta enorme y diverso, que arrastra consigo un abigarrado pasado. Sé que lo que me pasa le ha pasado a otro antes, y le pasa también a un extraño que vive en un lugar que yo nunca he pisado.

Leer enseña a tomar conciencia del yo y del otro, así como del nosotros.

Hay que hacerlo con tranquilidad, aunque se vale la gula, porque nunca se podrá leer todo lo que se quiera. Hay que mostrar a los chamos que es un gusto, no un deber. Y hacerlo con variedad, sin perder nunca la curiosidad; sin libertad, no hay lectura. Quitarle al libro esa cosa solemne que nos aleja de él: un buen libro es como el chocolate pero dura más, dura por siempre. Y vuelve mejor la vida.

Más elocuente, más comprensible. Más intensa.

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