Opinión Nacional

Legitimar o resistir: ese es el problema

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Jamás olvidaré mi primera participación en un acto electoral. Fue en septiembre de 1952. Era un niño de pantalón corto y mi padre, un fervoroso militante del entonces proscrito Partido Comunista chileno, decidió llevarme en su taxi al colegio vecinal en que se celebraban las elecciones en nuestra comuna, la populosa barrida de Renca, al norte de Santiago. Como el escaso 5% de la ciudadanía chilena él votó entonces – y jamás dejaría de hacerlo, hasta convertirlo veinte años después en presidente de la república –  por un joven y carismático médico chileno, el doctor Salvador Allende, quien, rompiendo con las órdenes de su Partido Socialista se presentó de candidato respaldado por el Partido Comunista de Chile y un desperdigado grupo de trotskistas, anarquistas y otros partidarios de la izquierda revolucionaria. Era un político de altura que pensaba en el futuro, no un esclavo de las encuestas: iniciaba su ingreso a la historia. El Partido Socialista, que contribuyera a fundar en 1933 en la ciudad portuaria de Valparaíso, prefirió en cambio apostar a ganador respaldando al general de carabineros Carlos Ibáñez del Campo, un golpista que rigiera dictatorialmente al país durante los años treinta y volviera al poder veinte años después amparado en el símbolo de una escoba. Vieja enseña con que los caudillos latinoamericanos han solido engañar a sus ingenuos electores, que creen que con ella barrerán sus países de los males que ellos mismos crearan. Quiso la ironía de la historia que Carlos Altamirano, quien liderara bajo el gobierno de la Unidad Popular el ala más radicalizada de ese mismo Partido Socialista, fuera ministro en el gabinete del “paco” Ibáñez – como llaman los chilenos con desprecio a los policías uniformados.

 
            Años después, cuando me tocara a mí mismo participar por primera vez como elector en uno de esos sagrados rituales de la constitucionalidad chilena, inicié una tradición de la que me sentí profundamente orgulloso. Votar, qué duda cabe, es el acto más solemne de nuestra vida ciudadana: nos confiere una majestad inviolable que sella un compromiso vital con la democracia que vivificamos y a la que le debemos nuestra vida civilizada. ¿Cómo negarse a recibir la comunión con nuestra tradición, con nuestra bandera, con nuestra esencia y nuestra identidad? Pues el acto de votar es, desde los tiempos de la fundación de las comunidades democráticas en la antigua Atenas, el más trascendente de los actos propiamente políticos. De allí que despreciarlo, bajo cualquiera de sus formas, constituya un delito de lesa humanidad. Más que a una institución, a una costumbre o a un trámite legalista  violar el voto y la comunión electoral supone negar la democracia. Peor aún: despreciar la política, la forma suprema de la convivencia del hombre en comunidad. ¿Qué demócrata habría de propiciar, desde esa perspectiva, negarse a participar en procesos electorales y rechazar el acto solemne por medio del cual los ciudadanos eligen a sus autoridades y renuevan la siempre viva y urgente necesidad de legitimación de sus instituciones?

 
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            Pero si propiciar la abstención y practicar el abstencionismo es un crimen de lesa política,  – así muchas constituciones lo consideren un derecho legítimo e inalienable del ciudadano -, pervertir, degradar y prostituir los procesos electorales mediante el fraude, el engaño y la violación es el más grave de todos los delitos políticos: supone socavar las bases éticas y morales de la participación ciudadana para, de ese modo, facilitar la degradación social y estatuir un régimen dictatorial y autocrático. Esta insólita forma de democracia antidemocrática impone la forma más vil y canallesca de abstencionismo. Pues pone al elector consciente de la trascendencia del acto electoral en la disyuntiva existencial de servir de cómplice al estrangulamiento de la vida ciudadana y de su propia naturaleza libre y soberana, o negarse en un acto de democrática rebeldía a servir al proceso de su propia castración. Votar, bajo esas condiciones de opacidad, ventajismo y engaño acarrea el grave crimen jurídico de la auto inculpación: forja las cadenas de la propia esclavización política.  Obliga mediante expedientes de sutil manipulación psicológica a someterse al Poder, retrotrayendo la esencia de nuestra sociabilidad a los tiempos ancestrales de la relación entre amos y esclavos, señores y vasallos. Sólo puede lograrse – y se ha logrado – mediante el uso de un experto en manipulación psicológica e inescrupulosidad política insuperables: el psiquiatra Jorge Rodríguez.

 
            Es lo que hoy sucede en Venezuela de la mano de ese, uno de los manipuladores políticos más aviesos e inescrupulosos de nuestra historia electoral, comparado con el cual aquellos capataces de la falsificación de actas y la distribución de votos entre los testigos de mesa del pasado eran ingenuos niños de pecho. Es sistema de manipulación electoral, puesto en práctica por primera vez con la consciente o inconsciente complicidad de algunos funcionarios de la Coordinadora Democrática – los llamados negociadores – durante los años 2003 y 2004, tiempo durante el cual se montó con experticia y asesoría cubana y los más sofisticados medios de manipulación electrónica, constituye lo que un importante operador político latinoamericano y experto internacional califica de primera y gran patraña comicial del siglo XXI. Ha logrado tal perfección electrónica, que constituye el perfecto crimen electoral: no deja huellas. Más aún: blinda electoralmente a tal grado la entronización de las autoridades que lo empleen, que hace irreversible desmontarlo por medios estrictamente pacíficos y electorales.. Un grave problema estratégico al que la Nueva Oposición Venezolana deberá enfrentarse tarde o temprano.

 
            Puesto al servicio de las dictaduras caudillescas y los movimientos insurgentes de la otrora tristemente célebre Organización de los pueblos de Asia, África y América Latina (OSPAAL) con sede en La Habana, esta sofisticada tecnología comicial viene a sustituir la teoría y la praxis del foquismo y de la guerra de guerrillas como forma de acceso al Poder. Las maquinitas de Smartmatic han empujado a la obsolescencia a las RPG-7 vietnamitas, las pistolas belgas Browning 9mm – preferida del Padrino – y los fusiles M-16, sueño de todo guerrillero latinoamericano. Es el arma secreta de esta nueva forma de guerra asimétrica: el voto electrónico contra la sociedad democrática. Jorge Rodríguez ha logrado poner en práctica el nuevo método de tránsito al socialismo: el electoral. Ha revolucionado con ello las viejas teorías del Ché Guevara y Regis Debray. Ya el paradigma para el asalto al cielo, como lo fuera para el Ché, no es la creación de muchos Vietnam. Parafraseándolo, Rodríguez bien podría aclamar: ¡Creemos uno, dos, muchos CNE! Evo Morales y Daniel Ortega ya han tomado debida cuenta. Están implementado la estrategia, ahora con asesoría y financiamiento castro-chavista. ¿Quién iba a imaginar que Jorge Rodríguez vengaría el asesinato de su padre a mano de los esbirros del ancien régime mediante el insólito y sofisticadísimo expediente de apropiarse de los registros electorales? Digno de Shakespeare.

 
 
 
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            Sorprende que a tan insólita metodología de castración política, hecha de maquinitas caza huellas, urnas y cuadernos electrónicos, de emigración masiva de comunidades electorales, brutal falsificación de los registros y cedulación y nacionalización express no corresponda una ideología política de altura. Como tampoco la tiene la sedicente revolución a la que sirve: simple asalto cuartelero, analfabeta y fascistoide a democracias agónicas. Es la falla genética del modelo: para convencer a ciudadanos forjados en la lucha democrática a caminar en puntillas hasta ese cadalso computarizado y prestarse gozoso a la castración electoral se requiere algo más que de columnistas sabatinos, especialistas en imagen, empresarios corruptos y editores bienpensantes. Incluso de partidos idiotizados. Se requiere de la calidad literaria de George Orwell y la elocuencia de Martín Lutero. Y en el peor de los casos: de la demoníaca y avasallante seducción de un Adolf Hitler o un Fidel Castro. De todo lo cual carece este golpismo bolivariano.

 
            De modo que estos electrónicos mercachifles de la castración electoral comienzan a quedarse solos. Sin más compañía que la de su principal beneficiario y las desnortadas tribus de la vieja y reciente politiquería nacional. Su clientela se horroriza ante la posibilidad cierta de conocer los duros apremios del desempleo sin poseer otra manera de ganarse la vida que arrodillándose ante el Spremo o sirviendo a la nomenclatura de sus partidos y aspirando al premio mayor: apropiarse a su vez en un muy remoto futuro de la hacienda pública para su propia reproducción. Son los compañeritos de parroquias y poblados, de barriadas y comunidades que confunden la política con el cuánto hay pa’eso,  la bandera con el secretario de finanzas  y la patria con una sucursal de Mercal. A esta cloaca vinieron a dar los gloriosos partidos de antaño. ¡Leonardo Ruiz Pineda, Alberto Carnevalli, Rómulo Betancourt y Arístides Calvani estarán revolcándose en sus tumbas!
 
            Unos y otros, imposibilitados de inflar a discreción la participación electoral – hasta la mentira debe ser creíble – y disfrazar el 80% de abstencionismo con que los castigará el desprecio de la sociedad civil, ya se curan en salud y se ponen el parche antes de la herida: no se cansan de hablar del “abstencionismo histórico”. Es la opinión de los carniceros electorales del establecimiento. De este lado de la acera, sus compañeros de ruta y tontos útiles, ciegos ante la gravedad histórica de los tiempos, repican a responso y cantan desastres irreparables. Pretenden culpar a las víctimas por las atrocidades del victimario y preparan la factura del desastre a cuenta de quienes no seremos cómplices de la farsa. Como no conocen otra forma de hacer política que apretando un SI o un NO en una maquinita electoral – no importa cuán envenenada esté – , nos imaginan empantuflados y mirándonos el ombligo. ¡Ya lo quisieran!
 
            En todo caso: el 7 de agosto no se acaba Venezuela así el CNE, los partidos y la institución del voto reciban una paliza inmisericorde. Al día siguiente comienza el amanecer del auténtico enfrentamiento. Puede que entonces los muertos hayan comenzado por fin a enterrar a sus muertos. Será el momento de dar inicio a la lucha por la insoslayable revolución venezolana: la de la modernidad, el progreso y la justicia. Pero por sobre todo: la del honor y la honra, la de la nueva política, la de la reconquista de nuestra democracia. La resistencia activa.

 
            Que cada cual asuma sus responsabilidades.

 

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