Opinión Nacional

León Felipe ha muerto (18-09-1968)

«Así es mi vida,/ piedra,/ como tú; como tú,/ piedra pequeña;/ como tú,/ piedra ligera;/ como tú,/ canto que ruedas/ por las calzadas/ y por las veredas;/ como tú,/ guijarro humilde de las carreteras;/ como tú,/ que en días de tormenta/ te hundes/ en el cieno de la tierra/ y luego centellas/ bajo los cascos/ y bajo las ruedas;…» León Felipe.

Toda la noche soplaron vientos huracanados. Mi habitación se encontraba en una esquina frontal de la casa, con dos ventanales por los que cruzaba el «fresco» y la lluvia, cuando era pertinaz. La inconveniencia mayor radicaba en mi pequeño librero, al alcance de los elementos naturales, tan intempestivos en el trópico. Ya entrada la noche me había sorprendido durmiendo profundamente una ráfaga que arrojó varios libros al suelo. Encendí la luz y corrí a cerrar las ventanas. Un libro coronaba la pila, abierto sobre los demás, arrugándose las hojas. Se trataba de la «Antología Rota» de León Felipe, en una bella edición de Losada, la célebre casa editorial argentina. El libro no era mío (ya lo es); me lo había prestado mi tutor intelectual, el sacerdote católico don Carlos González Salas, sociólogo formado en la Universidad Gregoriana de Roma y filólogo por Alcalá de Henares. Hombre sabio y talentoso que tiene mucho que ver con esta historia.

Al día siguiente de la tempestad de rayos y relámpagos que me hizo reparar de manera extraña en un libro fundamental de un poeta español que admiraba profundamente, me enteré de su muerte, esa misma madrugada del 18 de septiembre de 1968. La enorme coincidencia era significativa. Hacía unas cuantas semanas que había logrado lo que consideré una proeza: hablar con el enorme poeta, en su lecho de enfermo. También había sido una suerte encontrar al Padre González Salas en la Ciudad de México, donde había pasado las vacaciones de verano, por cierto, condimentadas éstas por el movimiento estudiantil que desembocó en la matanza de Tlatelolco.

Aunque no era todavía universitario (Tenía apenas 15 años de edad) me incorporé a una de las marchas multitudinarias que presagiaban la violencia desatada semanas después. Alcancé a llegar a la puerta de Palacio Nacional, sin saber mucho qué hacer, coreando consignas de manera mimética. En el México de entonces, y a esa edad, el muchacho de provincias que fui, apenas comenzaba a salir de una suerte de limbo político y a encaminarse por las sendas de una incipiente formación literaria, con preocupaciones por la justicia social. De allí la importancia de León Felipe para mí, alto poeta de la república española que tuvimos la fortuna de recibir en nuestro país, gracias a la política de asilo tan providencial de Lázaro Cárdenas y en lo concreto, a una carta de presentación de don Alfonso Reyes, a la sazón en la diplomacia, que había abierto puertas a un hombre de letras dueño de una mística literaria de gran calado entre aquellos que abominábamos del fascismo peninsular encarnado por un militar traidor, Francisco Franco. Esto último a trasmano en mi contexto familiar. También mi padre había cruzado el océano para refugiarse en México.

La muerte de León Felipe fue una triste noticia. Con él se iba prácticamente una pléyade de poetas de la dimensión humana y literaria de Federico García Lorca, Miguel Hernández, y Antonio Machado. Aprendí de memoria algunos de sus poemas memorables y los dije, en voz alta pero huyendo de la declamación, en múltiples ocasiones, en especial el largo monólogo titulado ¡qué lástima! Todo ello me llevó a acariciar intensamente la idea de conocer al poeta, aprovechando la estancia en el D.F. del Padre González Salas, quien en su carácter de hombre de letras tuvo fácil acceso a su dirección en la calle Miguel Shultz, de la colonia Cuauhtémoc. Y hasta allí lo «arrastré» prácticamente, con mi tozudez adolescente, como si se tratara de acudir en busca de una estrella de rock.

León Felipe habitaba en un segundo piso casi desnudo, sin muebles, con pilas de periódicos «Granma» y revistas «Bohemia» y «Cuba» que formaban columnas repartidas por la pequeña estancia. Pero no nos engañemos, no se trataba de un escritor comunista, si acaso de un ácrata cristiano. Nos abrió la puerta una anciana empleada doméstica mal encarada. El Padre se cuidó de no presentarse como presbítero, para no asustar al viejo poeta blasfemo; León Felipe, como profundo seguidor del Cristo pobre, y además víctima de la curia franquista, mantenía vigente su crítica a la burocracia y a los lujos mundanos de la iglesia católica.

La enfurruñada señora nos dijo que el poeta estaba en cama y no recibía visitas, pero que lo consultaría. En un gesto amable nos dejó en el rellano con la puerta abierta. A los pocos nos dijo que pasáramos, pero que no le fatigáramos mucho. Atravesamos el umbral con una emoción enorme y contenida. León Felipe reposaba en un cuarto diminuto que daba a un pequeño balcón. La cama era muy estrecha. Sobre ella pendía un dibujo objeto de numerosas anécdotas. Los trazos eran de Picasso y habían sido un regalo del gran malagueño al torero Carlos Arruza, sobrino del poeta, que sabía todo de lidias y nada de pintura.

Picasso habría pergeñado ese bello y pequeño diseño durante una presentación en Arles del malogrado matador, quien lo habría transportado hasta México, ignorante bien a bien de su enorme valor, hasta regalárselo a su vez a León Felipe. El Padre González Salas decía que también había un crucifijo en la pared. No me acuerdo. En realidad es un milagro que pueda contar detalles de ese encuentro, sumido como estaba en la fuerte impresión de hablar con esa figura portentosa del exilio español. León Felipe pidió que me sentara a su lado y empezó a decir frases muy dulces. Parecía la visita de un nieto a un abuelo moribundo. No sé más. Me despedí dándole un beso en la frente. León Felipe lucía su proverbial barba encanecida; estaba muy delgado, y hablaba apenas con un hilo de voz, dejando atrás la buena fama de un vozarrón de cómico de la legua, particularmente tronante.

Esto sucedió hace 40 años y ya lo había contado, de otra manera, precisamente entonces. Fue mi primera crónica publicada en un órgano informativo. El texto, con el mismo nombre, apareció en una revista semanal de Tampico, que se llamó «Satélite», cuyo director se mereció una bronca por haberme dado cobijo. Mi padre le recriminó «dar alas» a un estudiante poco aplicado, con infatuaciones de aprendiz de poeta.

NOTA: el fragmento de poema del epígrafe, que pertenece a un bello texto de León Felipe musicalizado por Serrat, fue encontrado, manuscrito, en el diario del Ché Guevara en Bolivia, sin el nombre del y hubo despachos de prensa que se lo atribuyeron al guerrillero argentino.

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