Opinión Nacional

¿Llegamos al calvario?

Durante años y desde muchos ámbitos se advirtió sobre las terribles consecuencias que tendrían las orientaciones de la política económica oficial. Mientras se vivía en la fiesta de varias bonanzas petroleras seguidas que revivieron aquellos mitos alocados de convertir a Venezuela en potencia mundial, expertos de múltiples áreas del quehacer nacional señalaron, en público y privado, nadando en contra de una corriente de optimismo vacuo insuflado de petrodólares, sobre el deterioro continuo de instituciones e infraestructuras que ponía en peligro la vida productiva y destruía al Estado venezolano.

En momentos en que el país atraviesa por una compleja situación de problemas que se acumulan y repercuten unos con otros, como reacción en cadena, no podemos sino preguntar por qué, a pesar de tantas y reiteradas admoniciones a favor de un cambio de rumbo y de una apertura política que permitiese recuperar un mínimo grado de consenso en torno a un país distinto, por qué, repito, las autoridades del Gobierno hicieron caso omiso y, por el contrario, se empeñaron aún más en sus enfoques errados y en sus estrategias equivocadas.

Increíblemente, como en una versión de mitología infantil, se afirmaba que el socialismo del siglo 21, así, en abstracto, era la solución. Y ha resultado que mientras más se aplica socialismo «del bueno», más se hunde el país y obscurecen sus perspectivas. Ni siquiera El Niño puede detener al socialismo, se reitera todavía, acusando al fenómeno cíclico por esta crisis doble de agua y energía. Pero la sabiduría popular, esa que a su manera aterrizada interpreta lo cotidiano de forma sencilla y acertada, sabe que ha sido el negligente, desvariado y soberbio ejercicio del poder lo que lenta e inexorablemente cocinó las tribulaciones actuales.

Hemos llegado al desenlace de tantos desatinos. Las acerías están casi paradas, al igual que las plantas de aluminio; la infraestructura petrolera y gasífera es una sombra de que lo fue y un espectro de lo que pudo haber sido, así como la petroquímica. La escasez de alimentos, cemento, repuestos, medicinas, etc., es algo «normal». El sistema de transporte se ha convertido en un laberinto, plagado de baches y de atracos. La producción nacional sigue en picada y el plantel industrial privado se desertifica. Por si esto fuera poco, al acoso de la inflación y al terror del hampa, se añade la represión política, brutal y selectiva. ¿En qué se parece este destino al discurso revolucionario que anunciaba un mar de felicidad?

Mientras los incendios de vegetación consumen bosques y sabanas (a pesar de heroicos esfuerzos de bomberos, guardias y voluntarios, sin personal suficiente ni dotación adecuada), la retórica oficial se desentiende de la realidad y continúa el pregón usual, de confrontación interna y externa, «como si nada estuviera pasando».

Buena parte de la población venezolana hace años compró un boleto y se montó en el autobús de la revolución para llegar a un mejor futuro. Ahora que estamos en el llegadero de estas calamidades, no hay manera de que devuelvan el precio del pasaje ni de regresarnos al punto de partida. Hay que cambiar de la línea «PSUV», conseguir un mapa con brújula (proyecto nacional), y buscar nuevos choferes (parlamentarios, este año), a ver cómo salimos del atolladero.

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