Opinión Nacional

LLegaremos al Revocatorio

La historia del siglo XIX y de la primera mitad del siglo XX venezolanos es hija estéril, querámoslo o no, de los odios y de las zancadillas. Ellos hicieron presa de nuestro pueblo, su víctima inmediata, impidiéndole descubrirse como nación y más allá de la personalidad envolvente del Estado gendarme, o de sus muchos gendarmes.

Sólo ahora y con una fuerza desconocida el mismo pueblo salió a las calles para no regresar, ha dicho Ramón J. Velásquez describiendo nuestro presente nacional y apostando a la transformación de aquél, por vez primera, en una sociedad verdadera, madura y militante.

La saña “cainita”, como identificara Rómulo Betancourt la deslealtad y el fratricidio propios del quehacer político venezolano, llenó y sigue llenando las páginas de nuestro almanaque republicano. Y se la sigue disfrazando, como siempre, tras la hazaña o la ‘epicidad’ de la gloriosa pero muy gastada gesta de Independencia.

La traición de Bolívar a Miranda o la pugnacidad entre Páez y el primero, pasando luego por los desencuentros entre liberales y conservadores, centralistas y federalistas, hasta llegar a la conocida circunstancia de los compadres Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez, son el cuadro patético de nuestro drama como país.

No fue solo González de Soto quien, con su literatura antibolivariana, da cuenta sobre nuestros orígenes “cainitas”. También lo hizo Francisco Xavier Yanes y, de modo especial, hombres como Humboldt, Depons y otros viajeros al narrar sus experiencias en la Caracas de los siglos XVIII y comienzos del XIX.

El primero, sin duda, fue zahiriente: “Bolívar traicionó y derrocó a los españoles; a Bolívar lo traicionó y derribó José Antonio Páez; a Páez lo traicionó y tumbó José Tadeo Monagas; a éste lo traicionó y echó abajo su teniente y hechura Julián Castro; a Castro lo amarró y prendió el partido de Manuel Felipe de Tovar, por traidor a la causa del orden; a Tovar lo derrocó Páez por inepto, para hacerse Dictador; a Páez lo aplastaron los federales acaudillados por Juan Crisóstomo Falcón, titulados por los paecistas vándalos, asesinos, ladrones, incendiarios y malvados; pero estos en despique titulan a los otros godos, tiranos, asesinos y perversos. A Falcón lo echaron a rodar con estrépito Monagas y el partido azul compuesto de godos y liberales; y a estos los traicionaron y vendieron sus mismos defensores, para entregarlos al partido amarillo federal que acaudilla Antonio Guzmán Blanco”. Pero detengamos aquí el rosario para nada decir sobre el tiempo posterior, por aledaño y por teñido con la sangre de Presidente Delgado Chalbaud.

La misma hornada de Punto Fijo (1958-1998), que fuera la más rendidora y próxima a nuestro actual desencuentro igualmente sucumbió, luego llevar al país hacia un sendero de civilidad, de incuestionable modernización y en línea contraria a nuestros instintos básicos y cuartelarios; víctima como fue, en su fase final, de las rencillas subalternas: de esa “ruptura de los afectos” que, no sin dolor, alguna vez me confesara uno de nuestros dirigentes partidarios de mayor prestigio.

Pero, cierto es que el país – el “todo” o el conjunto nacional – avanzó en medio de esa historia azarosa y de tanta disolución de ánimos como la que nos determinara. Y lo pudo hacer, bueno es observarlo, sólo allí y en relación con los temas, con los problemas y en los lapsos breves donde se hizo presente, por obra de la necesidad o de la razón, la idea de la voluntad “común”.

En los propósitos donde la experiencia democrática pudo situarse más allá de nuestra animalidad política, haciendo de lado las formas y evitando las adjetivaciones que la tachan en su esencia, existimos y crecimos como “nación”; fuimos capaces de elevarnos por sobre la tragedia y el faccionalismo. Postergamos nuestras diferencias – ¿la falta de una identidad nacional que nos diera cohesión en nuestro “cósmico” mestizaje? – y, lo que no es poco, domeñamos nuestra apelación inconsciente al “gendarme necesario”: realizador único, según la creencia popular, de ese otro atavismo que se suma a nuestra cultura maximalista – o todo o nada – y que nos viene de lejano origen precolombino: el mito de El Dorado.

En suma, hicimos realidad durante breves y milagrosos intersticios (1936-1945 y 1958-1998), sin saberlo, la palabra del gran renovador intelectual del siglo XX europeo que fuera Jean Maritain: “La democracia es un esfuerzo contrario a la naturaleza, dirigido a corregirla mediante la razón y la justicia, y que debe cumplirse en la historia. La sociedad política es obra de la razón liberada de los instintos, de las pasiones, de los reflejos; pero no pura razón dado que el hombre tampoco es razón pura. La justicia es la condición primaria de tal sociedad política democrática, pero la amistad es su verdadera fuerza animadora”.

En lo puntual y a raíz del ejemplo del Pacto de Punto Fijo y de la puesta en práctica de la regla de oro de los consensos pudimos ahogar nuestros egoísmos crónicos en la transitoriedad, secando la sangre de esa “saña cainita” – lo repetimos – inoculada en los genes del cuerpo nacional. Nos dimos una República civil, de alternabilidad en el ejercicio democrático del poder, garantizada por una Constitución practicante de la democracia integradora y que logró ser la de más larga duración y estabilidad conocidas (1961-1999). Tanto que, su flexibilidad esencial permitió, incluso, el acceso al Gobierno y mediante los votos de quien fuera su sepulturero y más ingrato beneficiario: Hugo Chávez Frías, jefe de la asonada golpista del 4F.

La enseñanza, pues, no se hace esperar.

Luego de cinco años de experimento, con toda su estridencia mediática y de nuevo cuño, la “revolución” del señor Chávez se ha mostrado en su deshacer, en su prédica divisionista de las voluntades y en su innata disposición por la cizaña y por la mentira de Estado, como la réplica vulgar de nuestros añejos instintos. Y el mismo Chávez, apenas, como su progenitor de circunstancia.

Ha reiterado en el ejemplo conocido de los caudillos de nuestro siglo inaugural y, si acaso, alcanzado conducir un remedo de “revolución” que incluye excluyendo y que se niega, por su misma naturaleza, a los arreglos y al diálogo de bien, en fin, a la convivencia en la tolerancia: que sólo es posible en el marco civilizado de los consensos, en otras palabras, en democracia y en libertad.

Sin embargo, Chávez y su “revolución” siguen allí mondos y lirondos, desafiando el sentido renovador de nuestra contemporaneidad. Y en la regresión histórica que osan plantearnos como una suerte de redención, han sido eficaces, eso sí, al contener la fuerza cívica multitudinaria que le ha opuesto el pueblo en términos nunca antes conocidos por nuestra historia democrática. Pero la razón no huelga.

Sin mengua de que la fuerza opositora de calle creó, en su momento, el ambiente necesario para un consenso sobre la crisis de gobernabilidad vigente y su solución constitucional, ella, por si sola, no fue capaz de fracturar en sus bases y de revertir el despropósito “revolucionario”. Por el contrario, lo alimentaba en su lógica, al asumir tanto como éste pero sin renunciar – contradictoriamente – a su compromiso democrático, los emblemas “cainitas” o ‘leviatánicos’ del maestro Hobbes: la guerra de todos contra todos.

Y todo fue y siguió siendo así, justamente, hasta el 29 de mayo pasado cuando, sin mengua del escepticismo popular que aún hoy prevalece, el Gobierno del señor Chávez y la oposición representada en la Coordinadora Democrática suscribieron, auxiliados por el Secretario de la OEA y conminados por una realidad desbordante, los Acuerdos por la Paz y la Gobernabilidad de Venezuela. El consenso, en efecto y al igual que en 1958, le jugó una trastada a la polaridad, dejando sin aliento a los herederos de la disolución y dándole certidumbre, por vez primera, a la estrategia democrática ‘contrarevolucionaria’.

Nadie creía, entonces, en la gestión facilitadora de Gaviria y menos en la posibilidad de que tales acuerdos, una vez alcanzados, fuesen suscritos por las partes. Pocos apostaron, luego, por la designación de unos Rectores Electorales quienes, con relativa imparcialidad, hiciesen posible los referenda revocatorios pactados como solución constitucional, pacífica y democrática a la crisis. Y, finalmente, designado como fue el Poder Electoral, se consideró osado predecir como posible y realizable el acto de recolección popular de firmas que, según los términos constitucionales, era requisito para darle su impulso final a la fórmula referendaria en cuestión.

Hoy todos se preguntan aún, Firmazo y Reafirmazo mediantes, si acaso tendremos referéndum revocatorio. La duda colectiva, pues, parece consustancial al peso de nuestra historia patria de “caínes”, malograda por la desconfianza y mal lograda a fuerza de zarpazos y de traiciones.

Lo cierto es, sin embargo, que los Acuerdos de mayo mineralizaron el espíritu de confrontación del que se han nutrido Chávez y “su” revolución sin destino. Y de allí nuestra tozuda convicción sobre el carácter inminente e indetenible de la jornada referendaria que habrá de celebrarse durante el primer semestre del año en cierne.

Así lo creo, con fe de carbonero.

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