Opinión Nacional

Los años diez

Acaba de comenzar una nueva década, la de los años diez. La anterior careció de nombre, no sé por qué; debería haber sido la de los años cero, no sólo por ese número que apareció insistentemente y duplicado, sino por la degradación general que los ha acompañado en casi todos los ámbitos. Se iniciaron significativamente con los aviones estrellados contra las Torres Gemelas, y desde entonces una legión de fanáticos asesinos ha causado millares de muertos en todas partes, ha cambiado nuestras costumbres y ha propiciado que los gobiernos democráticos lo sean cada vez menos. La mayoría de los vivos actuales no llegaremos a ver el fin de esa permanente amenaza. Pero bueno, cada época tiene sus peligros y sus miedos, y, tras tomar nota de su existencia, hay que hacer caso omiso de ellos para seguir adelante.

Más raro y más inquietante parece el proceso de locura y estupidez colectivas que va aquejando a no pocos países, y todos sabemos cuán fácilmente se contagian esos dos males, sobre todo cuando empiezan a no ser percibidos como males, sino como lo normal y aun apreciable. En los sitios en que los ciudadanos aún votan a sus gobernantes, y tienen en teoría la capacidad para sustituirlos, nos vamos encontrando con fenómenos cada vez más inexplicables para el sentido común y la decencia. En Venezuela ha sido apoyado masivamente un individuo, Hugo Chávez, que se dio a conocer por una tentativa de golpe de Estado militar –militar, no se olvide– que lo llevó a la cárcel. Pronto fue amnistiado, y los electores lo premiaron convirtiéndolo en su Presidente pese a estar más que probada su falta de sentido democrático. Fue como si Pinochet o Videla hubieran fracasado, en su momento, en sus respectivos golpes de Estado, y tras cumplir una breve condena hubieran sido elevados por los electores a máximos mandatarios de Chile y de la Argentina. Al arrancar esta nueva década, Chávez ha decidido legislar durante dieciocho meses a golpe de decreto, lo que le va a permitir hacer reformas en la Constitución, ya rechazadas por los venezolanos, y convertir su país en una dictadura sin disimulos. El modelo de Hitler, que alcanzó el poder a través de las urnas para luego abolirlas, sigue vivo. Lo asombroso es que esos mismos venezolanos votaran, ya la primera vez, a un golpista militar del que no cabía esperar otra deriva.

En los Estados Unidos se reeligió, en 2004, a Bush Jr después de que hubiera fundadas sospechas de fraude electoral en su victoria de 2000, y de que ya fuera patente que había mentido y engañado para desencadenar la Guerra de Irak en 2003. A la mayoría no le importó lo más mínimo. De Rusia más vale no hablar, no habría espacio. En cuanto a Italia, se ha elegido repetidamente a Berlusconi, un sujeto turbio desde antes de su entrada en política, condenado por corrupción y soborno (pero cuando los delitos ya habían prescrito, convenientemente) y cuya mano derecha durante años lleva ya tiempo en la cárcel por colaboración mafiosa. Gobierna de manera similar a como lo hace Chávez, legislando en su exclusivo interés particular y difamando, mediante su cuasi monopolio mediático, a cuantos se le oponen. Ahora nos enteramos de que quien acaba de ser elegido Primer Ministro de Kosovo, Hashim Thaci, está acusado –y no por cualquier irresponsable, sino por el relator para los Derechos Humanos del Consejo de Europa– de haber sido jefe de una red criminal que engordaba a presos serbios, como si fueran ocas, para más tarde pegarles un tiro, trocearlos y vender sus órganos, principalmente los riñones. Eso entre otras actividades por el estilo de nobles. No es posible que en un lugar tan pequeño la gente que hoy lo ha votado (aunque haya dudas sobre la limpieza de las elecciones, claro) no tuviera ni idea de la catadura de semejante elemento, si las acusaciones resultaran ser ciertas. Pero éstas son tan llamativas y graves –y más viniendo de donde vienen– que la mera posibilidad de que lo sean bastaría para que los kosovares, por si acaso, le hubieran dado la espalda. No ha sido así, y eso ya es inexplicable.

No caben aquí más ejemplos, aunque los haya. Es como si cada vez más gente apoyara a delincuentes indudables o probables y quisiera ser gobernada por ellos. No me extrañaría mucho que, de extenderse la tendencia, los narcos mexicanos acabaran rigiendo, por aclamación popular, los destinos de su país, o la Camorra, la Mafia y la ’ndrangheta (pronúnciese “landrángueta”), en plan triunvirato, los de Italia. En España ya hay ejemplos menores de las mismas simpatía y admiración hacia los delincuentes. Los incontables acusados de corrupción (de varios partidos, pero sobre todo del PP que en breve puede mandar sobre nosotros con mayoría absoluta) suelen ser defendidos y refrendados por sus electores, que los recompensan por los indicios de criminalidad que los señalan. No sería descartable que Mario Conde ocupara hoy La Moncloa si sus delitos se hubieran destapado en estos años, y no cuando se descubrieron. Recuérdese que era un ídolo para la mayoría de españoles y que la Universidad Complutense le otorgó un doctorado honoris causa –esa cosa tan devaluada en todas partes– con asistencia del Rey al solemne y estúpido acto con espantoso birrete con cortinilla.

Así está el panorama al iniciarse los años diez. No quisiera ser agorero, pero hay algunas actitudes colectivas que empiezan a recordar a las de los años treinta del pasado siglo, cuando a la gente le dio por confiar en palmarios fantoches, matones, bribones, gangsters, bestias pardas y dictadores.

Javier Marías es un de los jóvenes grandes novelistas de la España actual, premio Rómulo Gallegos e hijo del ilustre Julián Marías, nuestro profesor por libro de historia de la filosofía. Sin embargo, me parece que incluir a George W. Bush en este lote de salvajes es cuando menos una extravagancia propia de su genio neurótico y antifranquismo excusable

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