Opinión Nacional

Los idealistas de ayer

Uno los observa y no los reconoce. Ayer se le atravesaban al militarismo. Impugnaban el populismo. Obstruían el culto a la personalidad. Y reclamaban la vigencia de los derechos humanos. Idealistas e irreverentes ayer, hoy queman incienso en el altar del chavismo. Encienden sus velas votivas en Miraflores. Y dicen sus oraciones a dos rodillas.

Los idealistas de ayer satanizaban el militarismo. Los desmanes de Garrastazu, Stroessner, Videla o Pinochet fueron objeto principal de sus mortificaciones. La preponderancia de botas y charreteras en las estructuras del Estado les producía náuseas. Les repugnaban el armamentismo y la guerra.

Hoy, los idealistas de ayer comparten poderes e impunidades con la nueva cúpula militar. Se le cuadran a cualquier cachucha con escudo. Justifican los abusos aduciendo la defensa del proceso que los amamanta. Se arman y se uniforman. Soplan las brasas de la guerra asimétrica que Hugo Chávez quiere encender.

Los idealistas de ayer demonizaban el populismo. Perón, Vargas, López Portillo o Carlos Andrés Pérez fueron presa favorita de sus cacerías intelectuales. Esa mezcla de pobreza, carisma e irresponsabilidad no satisfacía su paladar. Esos esquemas de manipulación y control los irritaban.

Hoy, los idealistas de ayer practican sin rubor lo que antes cuestionaban. Exigen lealtades a cambio de favores. El maná petrolero les ha permitido multiplicar las migajas y remachar los grilletes que amarran las hambres al Estado. Aúpan el clientelismo y el paternalismo. Promueven sin recato la cultura de la limosna y el despilfarro.

Los idealistas de ayer se revelaban contra el culto a la personalidad. Hitler, Stalin, Mao y hasta Castro recibían, cada uno a su modo, su ración de repudio. La sacralización del líder era un pecado. La concentración de poderes, un exabrupto. Los pedestales estaban proscritos.

Hoy, los idealistas de ayer compiten en alabanzas para Hugo Chávez. Celebran la omnipotencia del Caudillo. Le rinden pleitesía por cualquier medio. Las alocuciones presidenciales parecen celebraciones eucarísticas. Y el «amén, que así sea» es la única respuesta que conoce el auditorio.

Los idealistas de ayer se partían el pecho por la defensa de los derechos humanos. Los abusos de las dictaduras del Cono Sur les daban grima. La represión durante el Caracazo los conmovió. Las torturas, los ajusticiamientos y los presos políticos les tocaban los tuétanos.

Hoy, los idealistas de ayer, anclados en el poder, reclaman prisión para los disidentes. Justifican asesinatos políticos. Encadenan la palabra. Refuerzan la represión desde los distintos órganos del poder público. El hambre y el hampa, que acaban con vidas, no llaman su atención. Los derechos humanos quedaron para los discurso de ocasión.

El militarismo de hoy es tan despreciable como el de ayer. El populismo de ahora, tan dañino como antes. El culto a la personalidad, en la actualidad, es tan cuestionable como hace unas décadas. Las violaciones de los derechos humanos son reprobables en cualquier tiempo.

Las circunstancias no han variado. Pero los idealistas de ayer ya no son los mismos. No ven las cosas de la misma manera. Cambiaron el color del cristal con que las miran.

(*) Sociólogo, Profesor Titular de la Universidad de Oriente (Venezuela)

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