Opinión Nacional

Los límites de la soberanía nacional

A finales del siglo XVI, en el mundo del pensamiento y en el área de la conducción de los hombres en su vida de relación social, se abrió camino el concepto de soberanía. Se afirma que el pensador francés Juan Bodino, fue uno de los primeros en ocuparse de darle consistencia a la idea de la soberanía como especial característica del poder en virtud de la cual éste no podía estar sometido a otra autoridad superior. Él precisó que la soberanía residía en la persona del soberano: “…la más alta potestad sobre los súbditos, desligada de las leyes”. En este sentido, el poder soberano se caracterizaba por ser perpetuo y absoluto, detentado por la persona del gobernante, esencialmente por el término de su vida terrenal. Este era el criterio, digamos, clásico de la soberanía, utilizado para “justificar” el régimen absolutista y todo tipo de despotismo, concentración del poder político en una sola persona y, por consiguiente, “avalar” toda una serie de desafueros, atropellos y atentados contra la vida de los súbditos sometidos a la potestad, indiscutible, del gobernante, en esa época –por lo general- un monarca. Transitando por la misma vía el filósofo inglés Thomas Hobbes, ya entrando la segunda mitad del siglo XVII, en su Leviathan, amplió el criterio sustentador el llamado Estado soberano, asignándole rango preeminente al gobernante y obligando a los gobernados a obedecer ciegamente los designios de aquél, no permitiéndoles recurrir a la protesta (aún cuando la gestión del gobernante fuese injusta).

En un primer momento -en concreto, con el nacimiento del absolutismo político-, la soberanía fue atribuida a los reyes: el monarca ejercía sobre sus súbditos un poder supremo no sujeto o limitado por las leyes. Con motivo de los grandes cambios devenidos de la Revolución Francesa y la consiguiente aparición del liberalismo (lo cual aparejó el principio de división de poderes), el concepto de soberanía fue objeto de interpretación desde dos vertientes: la soberanía popular y la soberanía nacional.

En lo que atañe a la primera, el titular de la soberanía ya no era el rey, sino el pueblo, única fuente del poder político. Esta concepción, motivó la solidificación del régimen democrático y un notable avance en los sistemas y formas de conducción social. Hubo, entonces, una evolución en cuanto a la concepción y presencia de la soberanía como fuente del poder político. No obstante, conviene recalcar que el planteamiento a favor de la soberanía popular ya había sido expuesto, con especial firmeza y convicción, en las teorías políticas pregonadas por los llamados magni hispani (Francisco de Vitoria, Juan de Mariana y Francisco Suárez, entre otros), en virtud de las cuales se precisaba que la autoridad o poder real procedía de Dios, ejercido mediante la soberanía popular. Tal criterio consolidó franca contraposición frente a la doctrina del llamado despotismo ilustrado, sustentadora de la idea de que el poder (y, por ende, la soberanía), sólo era patrimonio exclusivo del monarca. En concreto, Suárez subrayó que el titular originario de la soberanía era el pueblo, esto es, la legítima comunidad política, y sólo ella tenía la facultad de hacer la ley y, consecuentemente, dirigir la sociedad. En el contexto de esa competencia directriz, se afirma que el pueblo tiene plena libertad para elegir la modalidad gubernativa más conveniente a su interés. Es decir, la tesis de Bodino no halló correspondencia con lo expuesto por lo escolásticos españoles.

En lo que respecta a la denominada soberanía nacional, ésta se basa en que la titularidad de la soberanía radica en la Nación; es ella la que organiza y legitima el poder estatal. En el plano organizativo del Estado, se asegura la primacía del órgano u órganos que representan a la Nación; tal principio justifica la obediencia y el sometimiento al interés de la Nación. En realidad, se trata sobre todo de un elemento sustentador de la legitimación política que otorga preeminencia al Estado, mediante la suprema “valoración” de la Nación. Desde el punto de vista histórico, se afirma que este principio se opuso al pleno desarrollo de las teorías democráticas. Vale decir, tal modalidad de la soberanía se oponía al ejercicio directo del poder por el pueblo. Desde otra corriente de pensamiento, el principio sustentador de la soberanía nacional también sirvió de apoyo al llamado régimen representativo, en el que la función del pueblo sólo se limita a elegir a quienes han de formar la voluntad nacional con plena libertad respecto de sus electores.

Actualmente, distintos planteamientos de índole filosófico-política sobre la soberanía han incidido en el surgimiento de grandes cambios no sólo en el ámbito del Derecho sino en los terrenos de la Ciencia Política y la Sociología e incluso en el campo de la Economía. De este modo, hoy día no es correcto señalar que la soberanía reside en la persona del gobernante (sea electo popularmente o producto de la usurpación); al mismo tiempo, tampoco es atribuida con carácter de exclusividad a los órganos representativos del Estado; los diversos grupos sociales (sociedades intermedias y sociedad civil organizada) que participan en la gestión estatal y en la vigilancia de la acción desplegada por las entidades gubernamentales, también tienen capacidad de ejercicio dentro del contexto de la soberanía. Por otra parte (algo de especial importancia, a nuestro modo de ver), el concepto y ejercicio de la soberanía se ha visto afectado (esto es: sometido, regulado, subordinado), además, por las normas que rigen la acción mancomunada de los Estados y por el poder ejercido por los organismos internacionales.

Por consiguiente, un gobernante (cualquiera que éste sea, en cualquier latitud), no puede sobrepasar los límites a la soberanía establecidos tanto en virtud de las leyes internas de su propio país como las directivas convenidas con los diferentes sujetos de la comunidad jurídica internacional, mediante Tratados y Acuerdos de especial proyección supranacional. La ratio essendi del principio categórico que orienta el sentido de estas limitaciones, radica en la necesidad inaplazable e insoslayable de garantizar, por todos los medios lícitos posibles, el cabal respeto de los Derechos Humanos y la vigencia del orden democrático, presupuestos básicos para el eficaz logro del Bien Común.

A pesar de ello, causa asombro el hecho de que hoy día, en pleno inicio del siglo XXI, aún haya gente que pretenda considerar efectivo el primigenio criterio absolutista de la soberanía. Estiman que la soberanía está concentrada en la persona del gobernante y que contra sus designios no hay poder alguno que pueda legítimamente enfrentársele o disentir. En este sentido, valga recalcar: el abuso en el ejercicio del poder político, la concentración del poder en un solo individuo, la sistemática violación (por parte del gobierno) de los Derechos Humanos y la negación del principio de la separación de los poderes (en órganos independientes, autónomos y cada uno con un cuerpo de funciones propias y específicas), son elementos claves que atentan contra el principio de la soberanía popular y afectan el pleno ejercicio de la democracia en su concepción moderna. Luego entonces, el totalitarismo, la tiranía, la usurpación –entre otros- son conceptos antinómicos respecto de la democracia y de la cabal existencia y perfeccionamiento de un régimen de libertad.

En nuestra Constitución se consagra el principio de la soberanía popular; por tanto, a diferencia del principio de soberanía nacional (concebido esencialmente, por oportunidad y conveniencia, como factor de legitimación en el ejercicio del poder absoluto), la soberanía popular postula una organización del Estado en la que de modo efectivo el poder debe asentarse sobre la base del consentimiento del pueblo (expresado libremente, sin fraude o coacción) y sólo ante él deben responder los gobernantes de sus actos, funciones y deberes. En efecto, el texto del artículo 5° de la Constitución Nacional pauta: «La soberanía reside intransferiblemente en el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista en esta Constitución y en la ley, e indirectamente, mediante el sufragio, por los órganos que ejercen el Poder Público. Los órganos del Estado emanan de la soberanía popular y a ella están sometidos». En esta norma básica, se consagran –con carácter de supremacía- tanto la aptitud del pueblo para ejercer de modo directo el poder constituyente (suprema autoridad genuinamente popular) como el sufragio efectivo en tanto medio más idóneo para la libre escogencia de los mandatarios y representantes populares, lo que no soslaya el elemento o medios de participación directa del pueblo en el manejo de los asuntos públicos y la toma de decisiones en materia de especial trascendencia para la vida de la Nación, mediante instituciones especiales como la del referéndum.

Por tanto, en nuestro caso, en virtud de la existencia y vigencia de un sistema de dirección política basado en la soberanía popular, se consagra la preeminencia de los órganos representativos de carácter electivo, a todas las escalas de la organización y estructura nacional (esto es, desde las Parroquias hasta los órganos superiores de los Poderes Públicos federales). Por consiguiente, se establece la primacía de la Constitución y la ley como elementos rectores de la acción gubernamental y de las funciones que incumbe a cada una de las ramas del Poder y a los funcionarios y agentes de la Administración Pública, sea cual sea su rango y responsabilidad como tales. De este aspecto, también se deriva la plena existencia de la constitucionalidad de las leyes y demás actos del Poder Público (en ejecución de la Ley). En este contexto, evidentemente, no hay cabida para avalar la concentración del poder en un solo individuo, ni mucho menos para dar libre cauce a la violación de los más elementales Derechos Humanos, ni para amordazarlos, cercenarlos o perseguir a los disidentes u opositores del régimen.

Complementariamente, valga subrayar, el reconocimiento de la soberanía popular no implica el sometimiento o pasividad del propio pueblo a los desmanes, atropellos y violaciones de los Derechos Humanos que ejecute el gobernante “basándose” o “escudándose” en la Ley: el pueblo, lícitamente en virtud de la soberanía de la cual es el único titular y ante la evidente deslegitimación de los gobernantes, tiene plena facultad para restablecer el Derecho infringido, mediante la asunción de una cabal actitud de desobediencia civil o justa resistencia, de ahí la pertinencia del espíritu, propósito y razón consagrados en el texto del artículo 350 de la Carta Fundamental venezolana.

En este orden de ideas, se colige que el gobierno de un Estado determinado (aun cuando sea consecuencia de la libre expresión popular), no está facultado para hacer todo aquello que “le de la gana”, como se dice en el lenguaje coloquial: sólo puede actuar con apego al Derecho y éste (tanto en el plano interno como en la esfera internacional) regula la acción de los gobiernos y los Estados en función de la Justicia Social y el Bien Común. En consecuencia, ni el gobierno ni el Estado existen para ejercer un poder omnímodo, absoluto e ilimitado. En este sentido, el principio de la soberanía popular nos señala (como hemos anotado) que la misma no radica ni descansa en manos del gobernante, sino en el pueblo; que ya no priva el criterio clásico referido a la titularidad de la soberanía en la persona del monarca o gobernante absoluto. En el Estado moderno, en sus relaciones y actuaciones políticas (tanto nacionales como internacionales), la soberanía nacional está sujeta a límites de proyecciones muy específicas. Es más, la propia Constitución Nacional –en la concepción moderna del Estado- consagra esas limitaciones; tal como lo estatuye el artículo 23 de nuestra Constitución al determinar que los tratados, pactos y convenciones relativos a los Derechos Humanos, suscritos y ratificados por Venezuela, tienen rango constitucional y prevalecen en el orden interno, amén de establecer que tales instrumentos jurídicos son de aplicación inmediata y directa por parte de los tribunales y demás órganos del Poder Público. Esto es, por mandato expreso de la Constitución, la soberanía venezolana está sujeta a las limitaciones emanadas del Derecho Internacional, esencialmente en lo atinente al reconocimiento, defensa y respeto de los Derechos Humanos. El Estado venezolano, hoy día, al suscribir y ratificar un tratado o pacto internacional en esta materia está comprometido no sólo con los venezolanos sino con organismos internacionales a los que compete la protección y tutela de los Derechos Humanos, así como la cabal vigilancia por el fiel cumplimiento de tales cuerpos normativos.

De este modo, la creciente preocupación y justa inquietud expresada por importantes personeros de colectividades extranjeras y organismos internacionales, en especial las observaciones críticas en relación con el respeto a los Derechos Humanos y la existencia (y vigencia) del régimen democrático en nuestro país (incluido, lógicamente, el sentimiento respecto de la persecución de disidentes, atentados contra la libertad de expresión y acoso ante expresiones de protesta popular en demanda de una salida democrática a la crisis que afecta a la Nación, entre otros factores), ha sido calificada por voceros gubernamentales como injerencia en nuestros asuntos internos con menoscabo de la soberanía venezolana. En este sentido, parece que en el alto gobierno no existe cabal comprensión del alcance y proyección de los límites a la soberanía nacional a la luz del Derecho moderno y conforme con las nuevas realidades político-sociales y económicas del mundo actual. ¿Acaso tal actitud es reflejo de testarudez o desconocimiento –por parte del aparato gubernamental- de los principios rectores de un mundo en el que priva el criterio de una economía globalizada, con innegables interdependencias entre los distintos Estados…? ¿Quizá en las esferas del alto gobierno se desconozca el real papel que incumbe a la ONU, la OEA y demás órganos de tutela internacional en el campo de la defensa de los Derechos Humanos…? ¿Estará cada día más en peligro la democracia venezolana…?

* Abogado, Politólogo y Profesor Universitario.

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