Opinión Nacional

Los payasos playeros

Cuando a comienzos del 2003, encontrándose Venezuela sumida en uno de los paros cívicos más impresionantes y conmovedores vividos en América Latina y posiblemente en el mundo, visitamos Santiago con la misión de dar a conocer la lucha de la oposición democrática contra los intentos autocráticos del teniente coronel Hugo Rafael Chávez Frías, encontramos desconfianza, incredulidad y rechazo. Fuimos recibidos por el encargado político y el responsable para Sudamérica de la cancillería chilena, dos amables funcionarios que nos escucharon con disciplinada atención y buenos modales. Mantuvimos una charla cordial e informativa con los jefes de las fracciones políticas de la Cámara de Diputados, en el solemne y adusto edificio del puerto de Valparaíso donde sesionan las cámaras y terminamos nuestra ronda informativa en el despacho del jefe de la fracción parlamentaria del partido Demócrata Cristiano, que nos recibiera en compañía de algunos senadores que parecían conocer la situación que vivíamos en Venezuela.

Volvimos a Caracas sin muchas esperanzas y con la triste impresión de que los demócratas venezolanos no contaban con el respaldo, ni siquiera la comprensión de los demócratas chilenos. Si se exceptúa a los senadores demócrata cristianos, que nos declararon su solidaridad aunque vieron con enorme escepticismo nuestro difícil combate, y la generosidad siempre abierta y desinteresada de Sergio Bitar, uno de los chilenos más cercanos a la Venezuela democrática, que nos brindara el consejo oportuno para el momento difícil, volvimos con las manos vacías. Si bien tanto Sergio como don Patricio Aylwin nos apuntaron ya entonces la única ruta posible: el Referéndum Revocatorio. Por entonces, Jimmy Carter había presentado en Caracas una propuesta que consultaba ese mecanismo, incluso con fecha fija: el 19 de agosto de 2003. Recuerdo que Sergio, conversando con nosotros al pie del cerro San Cristóbal, nos dio el consejo perfecto, al que entonces nuestra Coordinadora Democrática no supo atender con diligencia: “arránquenle el brazo. Tiene una fecha, y en luchas tan duras como las que ustedes están librando, las fechas son la clave.”

Me resultó particularmente doloroso reencontrarme con Isabel Allende en la oficina de la presidencia de la Cámara: nuestros hijos fueron juntos al mismo colegio en los tiempos en que yo militaba en el MIR y su padre dirigía el gobierno de la república. Pensé que ello me facilitaría darle a conocer la verdad de lo que estaba sucediendo en Venezuela. Fue quien menos dispuesta estuvo a atender los argumentos de quienes habrá considerado una avanzada del “golpismo venezolano”. Almorzamos en el comedor de la Cámara: para nuestros comensales y los diputados de los diversos partidos que hacían sobremesa la situación en Venezuela estaba clarísima: una suerte de Salvador Allende en uniforme gobernaba una república caribeña, llevaba a cabo un intento revolucionario y se encontraba con la feroz oposición del momiaje local. Punto.

Desde entonces ha corrido muchísima agua bajo los puentes. El régimen ha comenzado a desenmascararse ante tirios y troyanos, la naturaleza autocrática y caudillesca del presidente de la república ha quedado de manifiesto y los intentos por dirigir una cruzada conspirativa y desestabilizadora en la región – con el uso inescrupuloso y descarado de todos los medios a su alcance, especialmente los crematísticos – han alcanzado logros importantes. Que desde Miraflores y la Casa Amarilla – el palacio de gobierno y la cancillería venezolana – se financiaba a cocaleros e indigenistas, a piqueteros y otros grupos subversivos de distintos países de la región, lo sabíamos desde poco después de que asumiera el ministerio de relaciones exteriores José Vicente Rangel, hace cinco años. En hechos nunca esclarecidos y casi rocambolescos, uno de sus adjuntos conocidos en la izquierda venezolana como “el gordo Víctor Quintero” debió ser separado de su cargo por haberse comprobado ser el correo financiero de Chávez con militares ecuatorianos conspiradores e indigenistas bolivianos. Conversando en México con un viejo amigo chileno me confesó estar pronto a dirigirse a Caracas, para encontrarse con Chávez. Cuando le pregunté sorprendido por el motivo, me respondió con una enigmática sonrisa: “voy en busca de respaldo financiero”. Para los náufragos irredentos de la fracasada izquierda revolucionaria latinoamericana, Caracas parecía – y debe seguir pareciendo – la benefactora isla de la salvación. No es casual que Fidel Castro, con su tradicional megalomanía, desafíe al mundo para que le demuestre si hay en la tierra un hombre más generoso que el presidente Hugo Chávez. No menciona en la apuesta el hecho de que tal generosidad se sirve de fondos ajenos: los que le pertenecen a la nación venezolana, no del particular pecunio del presidente, que asumió el cargo con el sueldo de teniente coronel retirado. Cuba le debe al pueblo venezolano la módica suma de mil millones de dólares en pagos retrasados por suministros petroleros, acordados a espaldas del país entre gallos y medianoche. No los pagará jamás.

De allí que no tuviéramos en Venezuela ninguna duda de que tras las movilizaciones de cocaleros e indigenistas que terminaran con el gobierno de Sánchez de Lozada, se encontraba no sólo la deletérea, gaseosa e inconsistente ideología bolivariana, sino el único Bolívar verdaderamente vigente aunque fuertemente devaluado: el que nomina y orla la monedad nacional de nuestro país. El régimen ha recibido en estos cinco años por concepto de exportaciones petroleras más de ciento veinte mil millones de dólares, que hoy nadie sabe dónde fueron a dar. El país está más pobre que nunca. ¿Por qué no ponerlos al servicio de los delirios imperiales del último de los mohicanos? Empujando al caos, a la desestabilización, como en nuestro propio país. Más aún: que tras el súbito encantamiento del peligroso teniente coronel con las hipotéticas playas bolivianas se encuentra el deseo de empujar al gobierno de Mesa al rápido abismo que se merece, cae dentro de los fríos cálculos de un exitoso aunque demoledor estratega. Porque Chávez sabe a Mesa entre la espada de cocaleros y la pared de los indigenistas, y la regionalización de su reclamo marítimo no le dará el piso político que nunca poseyó. Cuesta no creerle a Goñi cuando acusa a su ex vicepresidente de verse obligado a satisfacer las aspiraciones más oscuras del populismo boliviano para hacerse con el tambaleante trono boliviano si quiere acostarse sobre los vidrios rotos de un gobierno que naciera muerto. Mata, pues, Chávez, varios pájaros de un tiro: azuza los conflictos regionales, debilita aún más al gobierno de Mesa, le pavimenta el camino a Evo Morales, que está ya a las puertas del Poder, y last but not least le mete un dedo en el ojo a un gobernante como Ricardo Lagos, que representa su antípoda política. Gracias a lo cual enturbia el ambiente que debiera imperar en el Grupo de Amigos del Secretario General de la OEA, único garante internacional para la solución de la grave crisis de gobernabilidad que amenaza con la disolución de Venezuela.

A Chávez le importa un bledo la mediterraneidad boliviana. Es el gobernante más inescrupuloso y maquiavélico de la región, con excepción de Fidel Castro. Sólo le importa una región desestabilizada, una Bolivia al borde del abismo, una pieza en un dominó pronto a empujar toda la región andina por el despeñadero del caudillismo, el populismo y la autocracia. Él cree que esa era la integración con la que soñaba Bolívar: una de la desintegración. Para frenar desde las turbias polvaredas decimonónicas de una izquierda trasnochada la necesaria modernización de un continente que no tiene otra alternativa que la modernización o el desastre. Como Chile parece indicar el camino correcto, Chávez se ha propuesto acorralarlo. Por cierto, con no pocas simpatías de algunos de sus irresponsables vecinos.

¿Logrará su propósito? Por fortuna, respecto de Chávez y el chavismo los chilenos han abierto los ojos. Volvimos a comienzos de este año a Santiago y para nuestra inmensa satisfacción fuimos recibidos con los brazos abiertos por todos los partidos políticos, con la obvia excepción del Partido Comunista. Con el cual tampoco buscamos un encuentro. La izquierda chilena ha recibido una buena cucharada del ricino bolivariano. Debiera mirarse en el espejo chaveciano, estación final de las utopías castristas. La relación Lagos-Chávez, si por los protagonistas fuera, bien podría terminar sobre un ring de box. Chile entero debe estar apostando por los demócratas venezolanos. Nosotros, por una alianza sólida, estable y duradera con Chile, ejemplo de modernidad y democracia en una región de payasos playeros.

(*): Venezolano de origen chileno, asesor de la Comisión Política de la Coordinadora Democrática de Venezuela y miembro de su Comisión de Asuntos Exteriores.Estudió historia y filosofía en la Universidad de Chile y en la Universidad Libre de Berlín. Es columnista de los periódicos venezolanos El Mundo, TalCual, Notitarde, El Nuevo País y Venezuela Analítica.

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