Opinión Nacional

Maduro

No hará, necesariamente, todo lo que los cubanos quieran y no es ningún cuadro dispuesto a normalizar las relaciones con sus adversarios. Así las cosas, difícilmente lo podemos clasificar como un «moderado».

No habría decidido Hugo Chávez colocarlo donde está si no estuviera completamente seguro de sus atributos en esta delicada encomienda: un militante de la extrema izquierda de larga data; consciente de lo que se puede y no se puede hacer en este tiempo histórico; con suficiente sentido común como para no adelantar jugadas y no irse de bruces. El mandato de Chávez lo presenció el país: «ni pacto con la burguesía ni desenfreno revolucionario».

Nicolás Maduro es todo un convencido. Un dirigente con una mentalidad atrincherada, como la de cualquier exponente de la izquierda ortodoxa: la historia está dividida en una lucha entre buenos y malos; acordar con el enemigo es traicionar la causa popular; si pudimos fue porque los derrotamos y si no pudimos es porque nos sabotean. Rasgos estos macerados en una militancia de larga data y su extracción popular.

Podríamos, a estos efectos, apoyarnos en lo afirmado recientemente por el controvertido Heinz Dieterich: Maduro no es, necesariamente, la ficha ideal con el cual contaba Hugo Chávez para suplir su ausencia de estas semanas, pero sin duda era el mejor de los dirigentes disponibles.

Resume la expresión colectiva de un equipo político con el cual funciona ­Flores, Vivas, Istúriz, Rodríguez, Cabezas, entre otros­, y mantiene una conexión orgánica con su partido, en este momento el más fuerte del país.

Estamos en presencia de un político natural, con una enorme capacidad de trabajo, leal a su legado, que ha acumulado un enorme aprendizaje y ha aprendido a afilar sus uñas en su paso por el alto gobierno. Su afabilidad innata y su trato flexible no lo eximen de ser todo un alumno adelantado de la escuela política del chavismo. Es un hombre pragmático, pero porta un sectarismo pétreo. Desprecia olímpicamente el pensamiento disidente; sólo hace concesiones específicas, y sólo si reportan alguna utilidad concreta, y usa la legalidad como un instrumento para hacer vigentes sus objetivos políticos.

En el acto de celebración de la avenida Urdaneta del pasado jueves el discurso del Vicepresidente Ejecutivo constituyó una réplica perfecta de la retórica que ha hecho patente durante todos estos años Hugo Chávez, su maestro, hoy convaleciente. Una alocución que tiene unas coordenadas claras, con una mecánica sencilla, desprovisto de florituras intelectuales, popular y efectivo. Acusar al adversario de tramar una conspiración; redoblar la apuesta emocional con el líder, hoy enfermo; arroparse con todos los estereotipos de la izquierda clásica y reconocer desdeñosamente los derechos políticos de sus adversarios, a los cuales nunca se les dejará de recordar que obran bajo vigilancia.

No soy de los que piensan que en este momento el PSUV presente fisuras que vayan a producir desenlaces inminentes o escisiones. No niego que estas podrían presentarse más adelante; aunque esa, como otras variables, dependerá de la evolución de la salud de Hugo Chávez.

Por lo pronto podemos concluir que los quebrantos de salud del Presidente obran en sentido contrario: la alta dirigencia del partido de gobierno acusa, aunque no lo diga, los rigores de la incertidumbre; parecen haber colocado sus diferencias a un lado para enfrentar la más delicada de todas las coyunturas del chavismo.

Los ataques a la oposición de estos días, con las amenazas incluidas, podemos inscribirlas en la misma circunstancia: el chavismo tiene que saber que, aunque de momento derrotados, los factores de la oposición son lo suficientemente grandes y poderosos como para hacerles pasar un susto en una hipotética consulta electoral que tenga a Maduro de abanderado. Agredir a la oposición, vulnerar la Constitución y exhibir las dosis habituales de jaquetonería y prepotencia forman parte de una gimnasia que, al menos en este momento, abona en la unidad de los rojos.

No tiene Maduro la experiencia al mando y le esperan unos meses particularmente convulsos. No le podrá hablar al país, ni remotamente, desde la posición de Hugo Chávez: no tiene su carisma ni la conexión con las masas y no controla los poderes fácticos de la misma forma.

Sí podrá hablar en su nombre mientras el país le sigue aguardando. Venezuela está cruzada por varios remolinos; uno de ellos es la propia salud de Chávez y las interrogantes sobre la fecha de su regreso.

¿Tendrá Maduro la auctoritas, las agallas, la audacia de Hugo Chávez? Difícil.

¿Tendrá claro Maduro, y Diosdado Cabello, que el ardid legal para negar la ausencia del Presidente tiene un horizonte finito? Quizás a la larga. ¿Será Maduro, por el contrario, capaz de comprender los límites de su poderío, de interpretar con inteligencia las sutilezas de la realidad nacional, la fortaleza de sus enemigos, la urgencia de las decisiones económicas pendientes? Falta mucho para saberlo.

¿Entenderá que será necesaria mucha grandeza y sabiduría para estructurar acuerdos parciales que garanticen la gobernabilidad de la nación? Las circunstancias podrían obligarlo.

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