Opinión Nacional

Mi sinagoga… Mi casa

Hoy me dirijo a chavistas y opositores por igual; me dirijo a cristianos, musulmanes, judíos y ateos; me dirijo a blancos, negros, mestizos e indios; me dirijo a Venezuela.

Con el corazón roto escribo un artículo que jamás imaginé un venezolano llegaría a escribir. Las crudas imágenes de mi sinagoga invadida e insultada todavía me persiguen; recuerdo lo que de chiquito sólo aprendí en libros de historia; recuerdo a mis padres y maestros afirmándome que en Venezuela no pasarían cosas así. Mi alma maltratada, advertida del peligro que puede representar hacer eco de mi sentimiento, me pide que calle. Pero la formación altamente ética que por fortuna recibí en la también mía Venezuela me obliga a poner de lado mis emociones para decir lo que debe ser dicho.

Mi interés no es compartir el asombro que sentí al saber que en mi país hay gente que ni respeta mi fe, ni le falta timidez para hacérmelo saber. Tampoco deseo que este mensaje sea interpretado con ojo político, ya que mi sentido común me dice que los derechos humanos, en este caso el derecho al libre culto, están o deben estar por encima de cualquier afinidad partidista. Lo que sí me propongo es difundir mi postura de manera firme, con el fin de intentar despertar en Venezuela una reacción capaz de beneficiarnos a todos.

Y mi posición bien puede estar presentada a título personal, pero mi trayectoria de activismo juvenil comunitario me cerciora que ella también expresa el sentimiento de una comunidad judía que hoy llora en desconcierto.

Hace casi 100 años mis antepasados llegaron a Venezuela creyendo haber encontrado un país que ofrecía mucho más que un simple respeto entre las distintas razas; un país que le servía de ejemplo al resto del mundo porque aquí podían convivir amenamente, como ciertamente hemos venido conviviendo, comunidades de muy distinto credo y culto. Y no se equivocaron porque mientras otros países hospedaron conflictos interraciales e interculturales (desde el Apartheid en Sudáfrica hasta los sangrientos revueltos en Serbia y Herzegovina), la Venezuela que los recibió nunca diferenció entre razas o fe.

Y aquellos hebreos llegaron sin mucho en las manos, pero se esmeraron por salir adelante, brillando académica y profesionalmente. Y los momentos no faltaron para brindarle a Venezuela el desarrollo que ella bien merecía. Numerosos ilustres, artistas, cantantes, profesores, analistas, atletas, periodistas, médicos y demás profesionales judíos venezolanos, le han ido brindando a Venezuela la cultura y ética que nos han ido formando y de las cuales nos sentimos orgullosos.

Y nos difundieron sus valores. Nos enseñaron que la solidaridad es el mejor de los sentimientos, y nos exigieron seamos siempre un modelo para Venezuela. Así organizaron, muchas veces desde la misma sinagoga que hace días apenas fue profanada, proyectos que han estado al frente de la responsabilidad social nacional repartiendo, entre otros, comida, vestimenta y albergue a los niños, mujeres y ancianos más necesitados. Asimismo en diciembre de 1999, recuerdo como en Hebraica (epicentro cultural, social y deportivo de la comunidad) interpretamos la tragedia de Vargas como nuestra propia y organizamos uno de los centros de acopio más grandes del país.

Y lo bonito de Venezuela fue más que sus playas y su naturaleza. Lo bonito fue siempre y por sobre todas las cosas su pueblo: alegre, tolerante, acogedor y pluralista. Y bien entiendo que aquellos que entraron a mi sinagoga, mi casa, el viernes pasado no son sino algunos. Pero algunos también fueron los que iniciaron el movimiento nazi en la pre-guerra. Y algunos también fueron los que atentaron contra la AMIA en Argentina matando a decenas de judíos. Las 15 personas, ¡compatriotas y hermanos míos al fin!, que invadieron mi sinagoga y se burlaron de mi religión el viernes pasado siguen por las calles, siguen libres, siguen riendo.

Y sepan ustedes que comparto infinitamente la frustración y dolor de muchos, Palestinos e Israelíes, porque en la nada trivial situación que atraviesa el Medio Oriente hay gente inocente que sigue muriendo. Y me uno al debate para crear proyectos; un debate que intente exportar el buen corazón del Venezolano y no importar odios que no nos pertenecen; pero la ética humana, la ética Venezolana, nos exige sepamos trazar el límite entre el descontento y la grosería. La misma ética nos exige que consolidemos una unión espontánea, así sea temporal y oportuna entre chavistas y opositores, para gritarle a Venezuela y el resto del mundo que el corazón del Venezolano que recibió a nuestros ancestros continúa brillando.

Y las palabras no me caben para agradecer a todos aquellos, cristianos y musulmanes, que de inmediato se pronunciaron para condenar este hecho. La historia demuestra que la única cura a la epidemia de la intolerancia religiosa, que viene en ascenso pero que bien puede ser frenada, está en manos de todos aquellos que deciden hablar. Hablar para condenar los mensajes antisemitas que siguen siendo transmitidos impunemente por varios medios de comunicación nacional. Hablar para frenar la pinta de svásticas en las calles de mi país, ya que ellas no hacen sino denigrar la muerte de muchos de mis correligionarios.

Pero como buen Venezolano, sigo viendo luz al final del túnel. Acompañando mi dolor, ayudándolo a sanar inclusive, observo como mis también compatriotas de los barrios populares de la Gran Caracas acudieron impulsivamente a repintar y revivir mi agraviada sinagoga. Con ellos nos tengo sino una profunda deuda, porque el panfleto que repartieron al revivir mi sinagoga citaba la razón por la cual continuaré creyendo en Venezuela:

«En otros países, lastimados por guerras y lacerados por odios, entre una sinagoga y una mezquita hay tanques, ejércitos, alambradas de púas, llanto y sufrimiento. En Venezuela, gracias a nuestra condición de pueblo tolerante y democrático, entre la sinagoga y la mezquita lo que hay es un parque. Ese es el país que hemos sido. Ese es el país que queremos seguir siendo.»

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