Opinión Nacional

Miradas múltiples para el diálogo

Unas brevísimas notas sobre la idea misma de lo que es un intelectual para evitar la trivialidad de creer que toda persona es un intelectual porque usa su intelecto.

Así no es la cosa. Todo el mundo sabe escribir y de allí no se sigue que sean escritores. Mucha gente sabe sumar y restar pero ello no significa que obtendrán el Premio Nobel de Matemáticas.

Eso basta para entender que sólo puede llamársele intelectual a la persona que tiene un cultivo de la función reflexiva, una trayectoria de producción intelectual, un desempeño público visible en el desarrollo de algún campo del pensamiento (artístico, científico, humanístico).

Desde siempre las relaciones del mundo intelectual y los aparatos de poder han sido problemáticas. Lo son especialmente tensas en el campo de la izquierda donde el tema del compromiso y la militancia en las causas revolucionarias suelen derivar en alguna forma de hipoteca, sea del talante crítico (que es esencial), sea de la vitalidad creadora (que es igualmente capital). Los intelectuales prestados a la función pública (en el Estado o en los aparatos políticos) plantean el viejo problema de la funcionalización de la crítica, es decir, el imperativo de la pragmática de las conveniencias por encima de la distancia crítica que es vital para pensar los procesos.

Los intelectuales que se mantienen independientes constituyen por igual un punto de tensión que al poder establecido le cuesta digerir.

Las escaramuzas recientes del debate sostenido en el seminario del Centro Internacional Miranda ilustran bien este fenómeno: la pragmática del poder es alérgica a la crítica y más alérgica aún a los refinamientos teóricos, a los debates exquisitos, a las elaboraciones de alto vuelo. No es casual que las reacciones más deleznables provengan de los sectores más atrasados. El drama de una formación socio-política muy precario se expresa justamente en la total incomprensión de las agendas en debate. El practicismo del funcionariado es inversamente proporcional a la agudeza intelectual que se requiere para entrar a alguna discusión en serio.

El expediente de la descalificación es un viejísimo truco con el que se suele evadir un debate. Interpretar mañosamente lo que está planteado es también una práctica muy conocida.

Las tesis se refutan con insultos, los argumentos se barajan con anécdotas, los análisis se responden con amenazas. Los aparatos estalinistas fueron siempre así. Los aparatos de Estado manejados por partidos de izquierda fueron siempre así. Allí no hay ninguna novedad. Lo interesante puede venir por otro lado: la gente comienza a tomar la palabra sin miedo. El debate puede colarse por las grietas de aparatos incapaces de contener el torrente crítico de la multitud.

El poder constituyente se hace visible en la rebelión de la gente frente a los controles estatales (reaccionarios por definición). La fuerza subversiva de la multitud también se expresa en la palabra disidente, en la voz que no complace al burócrata, en la opinión autónoma de movimientos que construyen su propia agenda frente al paternalismo del Estado o del partido.

El silencio de lo constituido va en la dirección del control y el disciplinamiento. La apelación crítica de la multitud va en la dirección de la revuelta del espíritu, del posicionamiento del poder popular en todas las esferas, del cultivo de una sensibilidad creadora que es esencial para la invención de nuevos modos de gestión política (más allá del partido, del gremio o de los sindicatos).

Una voluntad de transformación es vital para que las cosas cambien realmente. Esa voluntad está a la vista. Pero querer cambiar no basta: es fundamental contar con una visión transformadora, con una concepción que sea ella misma revolucionaria (no se hace una revolución con una teoría reaccionaria).

El papel de los intelectuales no es ser buenos ingenieros o tractoristas. Nada sustituye el compromiso mayor de contribuir a entender en dónde estamos y por dónde podemos ir.

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