Opinión Nacional

Mis primeros veinte años en México

Un día como hoy, pero de hace exactamente 20 años, llegué a México. La palabra exilio no estaba en mi mente, no sabía de qué se trataba. Mi motor fue el amor y el sueño  de construir una vida. Bajé del avión la batería de cocina que mi padre compró con anticipación a mi boda y una maleta llena de ilusiones. El mismo día que arribé nació mi sobrino Joaquín, como una compensación divina: una que se va y otro que llega a llenar la vida de Porota y Alberto.

Veinte años de vivir en México. Se dice fácil. En todo este tiempo mi boca se llenó de nuevos sabores, percibí nuevos aromas y aprendí nuevos códigos de comunicación. Veinte años de abrir los ojos a nuevos paisajes y la mente a otros conceptos de vida y relación. Veinte años de equivocarme y disculparme por estar acostumbrada a conducirme de forma diferente. Veinte años de aventuras y descubrimientos.

México abrió los brazos y me cobijó. También me exigió. Me dio trabajo pero me hizo esforzarme el doble para mantenerlo. Me dio amigos entrañables pero me obligó a reservarme opiniones que no me pedían. Me dio hijos amorosos pero me hizo pensar muy bien cómo educarlos. Me dio el amor y  me lo quitó. México me envolvió con su colorido y su música, me ofreció  la calidez de su gente y la crueldad de su violencia, me abrió el corazón dándome hijos y la me dio la espalda dejándome sola. México alegre, cálido, soleado. México de sonrisas y cantos. México amable y contrastante.

La otra cara de este día es la añoranza y la nostalgia. En estos veinte años perdí a mi padre y a mi abuela. Joaquín se hizo grande sin que pudiera ver cómo crecía. La cabeza de Porota es cada vez más blanca y su voz se quiebra en el teléfono. Y Buenos Aires, gris y nostálgica, me duele en el pecho con tonada de tango. Será, como dice Gelman, que “Hay que aprender a resistir./
Ni a irse ni a quedarse,/ a resistir.”

Gracias, México, por recibirme y dejarme ser una más de tu gente desde hace veinte años. Gracias por perdonarme mi insistente melancolía de Buenos Aires y a pesar de ella, integrarme a tu sociedad. Gracias por los amigos entrañables que hacen más llevadera mi soledad. Gracias por tu calidez y tus sonidos que acortan distancias.

Y sobre todo, gracias por darme hijos sanos, amorosos y sensibles porque me hacen echar raíces en tu suelo y sentirme alfarera de la vida.

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