Opinión Nacional

¡Misión cumplida, mi comandante!

No puedo eludir el tema de la sentencia del Tribunal Supremo de Justicia sobre las llamadas megaelecciones. Como abogado, profesor en la Escuela de Derecho y directivo de la Asociación Venezolana de Derecho Constitucional tengo el deber moral y profesional de opinar sobre este bochornoso asunto, porque la sentencia pronunciada por el Tribunal Supremo sobre las megaelecciones marca un hito histórico al tocar varios aspectos claves de la idea que prevalece hoy en el mundo académico y político sobre lo que es la democracia y el Estado de Derecho.

Es necesario partir de los principios para poder entrar correctamente al juicio crítico de los acontecimientos. La democracia es un modo de vida antes que un sistema político. Se trata del ejercicio cotidiano de la libertad y de la responsabilidad, es decir, de actuar responsablemente en espacios amplios y generosos donde la conciencia es el límite. Esta actitud es exigible a todos los ciudadanos, aunque sería ingenuo pensar que todos amoldan su conducta a los principios y valores colectivos; por ello la existencia de mecanismos de control social. Pero el ejercicio responsable y pleno de la libertad es imperativa en aquellos que componen las élites dirigentes y en particular los Magistrados. Son éstos los que ocupan la posición más destacada en la sociedad, los que más influyen sobre el colectivo y los que conforman la imagen limpia de una determinada sociedad. Ya los venezolanos sabemos cual es la imagen que ofrece nuestro Presidente y cómo sentimos vergüenza de su chabacanería, de su irrespeto a los valores, de su lenguaje pobre y vulgar, y de su ignorancia supina. Pero a fin de cuentas el presidente es fruto de una elección popular y allí no necesariamente se concursa por méritos. Sobre el tema pueden leerse escritos tan antiguos como los de Aristóteles y tan modernos como los de Sartori.

La división tripartita del poder, aporte fundamental de Montesquieu, quien recogió la esencia del pensamiento griego y romano sobre la Magistratura, compensa estos riesgos y debilidades y guarda una de las claves de la democracia moderna: El equilibro entre la representación soberana del pueblo que se expresa en el Parlamento, el jefe del gobierno ejecutivo, y la administración de justicia que la tienen en sus manos, o la deben tener, los Magistrados, que son, o deben ser, los ciudadanos más sabios y más honestos. No sobra señalar que otra de las claves de la democracia moderna se expresa en el principio de la subsidiaridad que se desarrolla mediante el proceso de descentralización. Si no hay división de poderes y equilibro entre ellos no hay democracia.

Otro pilar de la democracia es el Estado de Derecho, es decir, el imperio de la Ley. El nacimiento de las naciones condujo al surgimiento del concepto moderno de ciudadanía tanto en su acepción de pertenencia a un país (nacionalidad) como de sujeto de derechos subjetivos, lo cual supone un territorio donde existen unas reglas, normas o leyes dadas mediante mecanismos de participación y de aceptación general. Las leyes son, en consecuencia, las únicas reglas válidas y obligatorias, y su legitimidad surge del respeto al procedimiento establecido para su formulación, de su pertinencia, de su generalidad y de los contenidos éticos respecto de unos valores. La norma superior es la Constitución a la cual siempre todo poder, toda ley y todos los ciudadanos están sometidos. Incluso en un proceso revolucionario una vez dictada la Constitución no debe haber problemas de legalidad y legitimidad porque no hay supraconstitucionalidad, tal como lo reconoce José M. Delgado Ocando, uno de los que suscriben la malhadada sentencia, en el Tomo IV del Libro Homenaje a Rafael Caldera.

En Venezuela no existe hoy ni división de poderes, ni equilibro entre ellos ni Estado de Derecho y los primeros responsables son los magistrados del Tribunal Supremo de Justicia, quienes renunciando a su misión de garantizar el Estado de Derecho, se han colocado de rodillas, renunciado de manera vergonzosa a desempeñar con dignidad su alta investidura, y produciendo decisiones al gusto del comandante de un pueblo que está siendo tratado como si fuese un pelotón de reclutas.

El llamado “Congresillo” es un grupo de partidarios del comandante que usurpa un poder esencialmente popular. Una democracia demanda como uno de sus componentes esenciales un parlamento de elección popular. Ninguna nación civilizada admite hoy que las leyes sean sancionadas por personas que no gocen de la investidura popular, pero en Venezuela, gracias a una decisión tomada de hinojos por el Tribunal Supremo, esa voluntad popular fue usurpada por un supercogollo integrado por Chávez y Luis Miquilena, quienes escogieron a dedo a los miembros de este “congresillo” subdesarrollado y marginal. Ellos, los Magistrados, también fueron nombrados a dedo por Chávez y Luis Miquilena y actúan con desvergüenza y sin el menor sentido de la dignidad y del pundonor. “El que paga manda” dice el dicho popular, y todos ellos saben, como lo sabe el país, que están allí porque fueron puestos para que sentenciaran lo que les ordena el que manda, el jefe de la causa con la cual supuestamente están comprometidos. Ni su conciencia ni su ciencia. Saben de antemano lo que tienen que decidir y luego se ocupan de parapetar unos argumentos que escapan a la ciencia jurídica.

También los miembros del Consejo Nacional Electoral están allí por el mismo método del dedo, por lo cual debemos estar claros los venezolanos sobre a que atenernos. Quienes conocemos la trayectoria de las personas que están en este “Poder Electoral” nos consta que carecen de vocación democrática. Eso lo sabemos los merideños más que otros y nos basta con recordar los años 60.

Volviendo a la decisión de la Sala Constitucional, integrada además por abogados que en su mayoría carecen de formación en el Derecho Público y por ende en el Derecho Constitucional, se argumenta que la Asamblea Nacional Constituyente se coloca sobre la Constitución que el pueblo aprobó en referéndum del 15 de diciembre del 99, publicada el 30 de diciembre y republicada no se sabe cómo y por orden de quien el pasado viernes 24 de marzo. Ese argumento no se lo traga ni el más ignorante sobre cosas de derecho. Las normas constitucionales fueron buenas para crear sus puestos pero no para regular el proceso de sus nombramientos, como tampoco la nueva Constitución es válida para Chávez ni para Miquilena cuando no le sirve a sus propósitos. El pueblo sabe que están allí arrodillados, entre los conocedores del Derecho se les mira con asombro y con lástima, se les ve sumisos. Saben ellos que ya jamás podrán andar por las calles con la frente en alto, ni se les tendrá por probos ni honestos en la Academia ni en la Magistratura, que vendieron su ciencia por algo más que un plato de lentejas. Que son, como ha sucedido ya en pasajes tan tristes de nuestra historia como el que ahora vivimos, los comodines que requieren los autócratas para maquillar sus fechorías.

¡Misión cumplida, mi comandante¡ Ya tienen asegurados sus puestos en el nuevo Tribunal Supremo. Ahora esperan como los pichones el regreso del “águila” con el bocado de sus nombramientos. Los venezolanos vemos el espectáculo con pena y dolor. No obstante, la mancha en la toga no es indeleble. Vendrán otros tiempos.

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