Opinión Nacional

Monólogo mascando chicle

Mascar chicle es casi un deber sagrado. A ver si me explico: para muchos, cada día incluso antes de cepillarse, coger una pastilla de menta y llevársela a la boca equivale a una ofrenda que va directo a la diosa razón. Es que darle a las muelas para masajear gomas de mascar, me ha dicho alguien, es un acto que ayuda en asuntos del pensamiento.

Pongamos que el tipo está en lo cierto. Entonces uno puede hacerse el perspicaz e indagar, por ejemplo, sobre la diferencia entre el simple chiclecito y el caramelo ese que entregan cuando no hay sencillo para el vuelto. ¿Serán ambos tan buenos para el poder de raciocinio? ¿El efecto involucra solamente al chicle? Si lo segundo es lo que vale, es posible aún, en un alarde de curiosidad ociosa, hurgar qué tan efectivo resulta el entrañable Adam`s, cajetilla clásica y demás, en relación con el discreto Trident, el pomposo Freshenup o el humilde Bolibomba. Pero la verdad es sólo una: cualquier goma funciona de idéntica manera, todas acaban por agudizar el intelecto, según los entendidos, ocupando el plano de los meros asuntos del paladar aquello de las diversas marcas. Un chicle es un chicle y se acabó.

En realidad no sé muy bien por dónde va la cosa. En mi familia hay quienes comen chicle hasta dormidos, y que yo sepa continúan sufriendo la misma cortedad en lo atinente a las neuronas. En mis clases, aun cuando hemos acordado no rumiar durante las dos horas, sé que más de uno viola con descaro esa norma y ni así. Tampoco es que brillen demasiado. El otro día una señora comentaba que un chicle era el mejor estimulante, el té a las cinco para los ingleses. Con un chicle había vencido todas las dificultades, todos los entuertos a la hora de responder cualquier examen universitario, al punto de que llegado el éxito y el momento de los agradecimientos, usted sabe, mister Adam`s ocupaba el tercer puesto. ¿Los dos primeros?, Dios y sus padres. Mire usted.

La verdad, yo no comprendo demasiado estas cosillas, y aunque acabo de meterme uno a la boca, nada que ver cuando la idea es hallar respuestas, dar en el clavo o destacarse. Qué se le va a hacer. Desde luego, existen casos cuyo patetismo es antológico: hay gente imposibilitada, digamos, para montarse en bicicleta y mascar chicle a la vez, lo que en mi caso pienso que no llega a tanto. Pero uno nunca sabe.

De todas formas he decidido insistir. Hace tiempo fui al abasto y me traje un buen surtido, gomas de todos los sabores, que para alimentar la inteligencia o el poder reflexivo ahí está la variedad, el matiz, el abanico amplio, por eso de que nada en blanco y negro resulta saludable ni para el cuerpo ni para la mente, lo que es una verdad de Perogrullo. La mesa de noche está repleta. Ya mi esposa sabe que ante un problema económico elijo los de frutas con líquido por dentro, y frente a quebraderos de cabeza laborales opto por la caja de los mentolados.

En fin, pasa el tiempo y todo anda como si nada. Sigo en mis trece, o sea, sin hacerme más inteligente, más dado al pensamiento o a algo que se le parezca. Cuestión de paciencia, claro. La clave es insistir, supongo.

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