Opinión Nacional

Monseñor Céspedes: Juan Pablo II y el Che Guevara

El 12 de junio pp. el diario Granma, órgano oficial del Partido Comunista de Cuba (PCC), publicó un extenso artículo de monseñor Carlos Manuel de Céspedes, vicario episcopal de La Habana, que provocó estupor general.

En dicho artículo, negando la verdad histórica y contradiciendo enseñanzas tradicionales de la Iglesia que califican al comunismo como una ideología «intrínsecamente perversa», que constituye un «satánico azote» para los católicos y para la sociedad («Divini Redemptoris»), el eclesiástico habanero teje loas al sanguinario guerrillero cubano-argentino Ernesto «Che» Guevara, llegando a manifestar «admiración» por su «énfasis en el socialismo», por su «coherencia existencial e intelectual», por la supuesta «riqueza y matices de su temperamento» y, en fin, por una pretendida «sensibilidad social».

Monseñor Céspedes, quien se ha destacado en las últimas décadas como uno de los eclesiásticos más abiertamente procastristas de la isla, encuentra sibilinos artificios para realizar una seudo justificación de los «excesos que podría haber cometido» el referido guerrillero comunista, atribuyendo a sus actos «motivaciones» profundas que habrían sido loables, y da como ejemplo de esas «motivaciones» absolutorias una supuesta «preocupación» por los pobres; algo que, dígase de pasada, los dichos y hechos de Guevara desmienten categóricamente.

Bajo la óptica de este sacerdote procastrista, con importante cargo en la Arquidiócesis de La Habana, el Che Guevara se metamorfosea en un casi «santo» laico.

La verdad sobre el pensamiento, la vida y los hechos de Guevara no podría ser más contraria a la visión idílica de monseñor Céspedes. Baste citar tres frases bastante conocidas del propio guerrillero cubano-argentino para aquilatar el tipo de «coherencia», de «riqueza de temperamento», de «sensibilidad social» y de «motivaciones» que en realidad lo movían:

«El odio como factor de lucha; el odio intransigente al enemigo, que impulsa más allá de las limitaciones naturales del ser humano y lo convierte en una efectiva, violenta, selectiva y fría máquina de matar» («Mensaje a los pueblos del mundo a través de la Tricontinental», La Habana, 16 de abril de 1967). «El camino pacífico está eliminado y la violencia es inevitable. Para lograr regímenes socialistas tendrán que correr ríos de sangre» («Táctica y Estrategia de la Revolución Cubana», Revista Verde Olivo, Prensa Latina, 8 de octubre de 1968). «Fusilamientos: sí, hemos fusilado, fusilamos y seguiremos fusilando mientras sea necesario» («Discurso ante la asamblea de la ONU», 11 de diciembre de 1964).

Una amplia, dolorosa y aplastante lista de hechos de su vida, que son de conocimiento público, corroboran lo anterior. En 1959, durante seis meses, Guevara fue comandante de la prisión de La Cabaña, donde inauguró el tristemente célebre «paredón», algo que ilustra las crueles «motivaciones» y «coherencias» del Guevara que monseñor Céspedes elogia. El «paredón» de La Cabaña continuó durante varios años. En 1961, los prisioneros políticos oíamos todas las noches descargas de fusilamientos sumarios, entre cuyas víctimas había jóvenes mártires católicos que morían gritando «¡Viva Cristo Rey! ¡Abajo el comunismo!» Mártires de la fe para los cuales las figuras más representativas del exilio cubano solicitaron el inicio de un merecido proceso de beatificación, en carta entregada en la Secretaría de Estado del Vatic ano el 14 de octubre de 1999, en las manos de un alto eclesiástico, un pedido que hasta hoy permanece sin respuesta (cf. A. Valladares, «Drama cubano y silencio vaticano», Il Giornale, Italia, Abril 25, 2003; Diario Las Américas, Miami, Abril 26, 2003).

Un punto particularmente delicado del artículo de monseñor Céspedes dice respecto al elogio que el propio Juan Pablo II habría hecho al Che Guevara, y que el eclesiástico reproduce sin citar la fuente. Monseñor Céspedes alega no recordar el momento y las circunstancias de ese elogio, y por ello muchos pensaron que éste nunca habría sido proferido. En realidad, según despacho del Vatican Information Service (VIS), de enero de 1998, Juan Pablo II, en el avión que lo conducía a Cuba, en conversación informal con los periodistas y consultado respecto de su pensamiento sobre el Che Guevara, dijo textualmente: «Se encuentra ante el Tribunal del Señor, de Dios. Dejemos a Él, al Señor nuestro, el juicio sobre sus méritos. Ciertamente, yo estoy convencido de que quería servir a los pobres» (VIS, Ciudad del Vaticano, «Los periodistas entrevistan al Papa duran te el vuelo a Cuba», 21 de enero de 1998).

La fuente no podía ser más oficial, y ello hace que las palabras del Pontífice resulten especialmente perturbadoras. ¿Cómo un árbol malo podría concebir buenos frutos? (cf. San Mateo 7,18) ¿Por ventura no fue Guevara un «satánico azote» para Cuba, América Latina y África, promoviendo revoluciones sangrientas que perjudicaron especialmente a los más pobres?

Fue en la misma ocasión, en el avión que lo conducía a Cuba, que según el referido despacho oficial del VIS -cuyo texto íntegro ofrezco enviar por e-mail a los lectores que así lo soliciten- Juan Pablo II elogió «las escuelas» y «el sistema sanitario» de Cuba, citándolos como ejemplos de que «las cosas mejoran» en la isla. No obstante, es sabido que la educación y la salud han sido dos de los instrumentos más eficaces del régimen comunista para el control mental, psicológico e ideológico de los cubanos, en particular, de los jóvenes y niños. Y, por ello, sinceramente no se comprende cómo Juan Pablo II llegó a formular esos elogios; así como tampoco se entienden sus elogios al Che Guevara.

Los anteriores son dichos y hechos que constituyen grandes incógnitas de una Historia reciente que está por ser escrita, que se relaciona con la enigmática continuidad de la política de mano extendida del Vaticano y de importantes figuras eclesiásticas hacia la tiranía del Caribe, durante casi cuatro décadas, con detalles semisepultados y semiolvidados, que el artículo de monseñor Céspedes ayuda a desenterrar y a recordar.

Una explicación para las afirmaciones sobre los mitos de la educación y la salud del régimen puede estar en palabras del propio Pontífice, pronunciadas en la misma entrevista que ha sido citada, cuando dice que sobre este tema una de sus fuentes de información estaba constituida por «las noticias que nos hacen llegar los obispos cubanos». Obispos que se han caracterizado por un colaboracionismo de dimensiones no pequeñas, plasmado en el documento final del Encuentro Nacional Eclesial Cubano, de 1986, que abrió una etapa sin precedentes de lamentable colaboración y de «coincidencia» en «objetivos fundamentales» entre los Pastores y los Lobos de Cuba; un documento que he tenido la dolorosa obligación de comentar públicamente en varios artículos, y que ha sido objeto de excelentes libros editados en el destierro cubano.

Pero si tal es la influencia de los obispos cubanos, al punto de influir sobre tan desconcertantes declaraciones de Juan Pablo II, preocupa que esa influencia se coloque hoy en Cuba al servicio de un castrismo sin Castro, una salida político-religiosa respecto de la cual también ya he hablado, y que consistiría en salvar del naufragio comunista un «material genético» contaminado, que continúe influyendo decisivamente en el cuerpo social cubano de la era post-Castros.

Ya he expresado, y lo reitero con especial énfasis en este artículo, que en cuanto católico y cubano me duele enormemente tener que efectuar este tipo de públicas consideraciones, que hago como un descargo ineludible de mi conciencia, con toda la veneración debida a la Cátedra de Pedro; es un dolor mayor, talvez, que el de las peores torturas físicas que recibí en 22 años de cárcel, porque el sufrimiento espiritual es más profundo inclusive que el físico.

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