Opinión Nacional

Negarse a ser padres y abuelos

Siendo aun soltero, y mucho antes de siquiera conocer a quien luego llegaría a ser mi esposa, comencé a comprar juguetes para mis hijos, los que iba a tener en el futuro, que pasados varios años resultaron ser cuatro, tres hembras primero, y el varón, que escondió su sexo al ecosonido hasta convencerme de que, habiendo ya bateado tres hits, el cuarto turno al bate sería igualmente una niña, que se llamaría como una princesa indígena panameña cuyo nombre me gustaba, Anayansi.

Ocultó su equipo incluso al momento de salir del útero, pues venía mirando al piso y hubo que voltearlo para sorprendernos con el famoso trío de genitales, 1 tequeño y 2 nueces, que inhabilitaba el nombre que habíamos escogido. La doctora en plan de catcher, a menos de un metro de distancia (Sí, yo estuve en la sala de partos cuando nacieron los dos últimos, con las dos primeras estuvo mi madre, que además de abuela era enfermera y de las muy buenas), también sorprendida y en conocimiento de que le teníamos nombre femenino, me preguntó qué nombre le pondría (mi esposa en ese momento, luego de agotadoras horas en trabajo de parto, estaba más dormida que despierta), por lo que sólo atiné a pensar en mi propio nombre para el inocente, que debe cargar con esa marca toda su vida. Agrego que, cuando los hijos se alejaban de su infancia, sin descuidarlos, comencé a adquirir juguetes para mis nietos, abuelo precavido vale por dos.

Acá, como en la cinematografía moderna, voy a hacer un flashback, saltamos al momento cuando, recién cumplidos mis 22 años, mi madre, indigestada de telenovelas, con tono melodramático me dijo que “había estado pensando y llegado a la conclusión de que era el momento de que yo supiera quién era mi padre”, Tatatataaaaan. Sin perder ni siquiera un segundo en mi respuesta, le dije que ella había sido siempre mi madre y mi padre, y que no hacía falta nombrar a quien nunca estuvo cuando hizo falta, estéril ahora, cuando yo comenzaba a ser un adulto, a punto de graduarme de Profesor en el Instituto Pedagógico de Caracas, y que ni remotamente le iba a dar una satisfacción a quien nada puso, salvo un microscópico espermatozoide, contribución que cualquiera es capaz de hacer, pues no requiere de esfuerzo, más bien produce placer, doble, si se trata de un macho irresponsable, de esos que se limitan a “sembrar su semilla” sin ocuparse de, ni preocuparse por, el resto del proceso. Se ufanan de la cantidad de hijos que han procreado, aunque poco o nada hagan por ellos. Abundan, muy particularmente en los países donde no se educa para la responsabilidad, y los padrotes se inventan derechos genéricos, relegando los deberes para los débiles. Hasta allí llegó el súbito melodramatismo de mi madre, nunca más tocamos ese tema, aunque fue omnipresente en nuestras vidas. En lo que a mí respecta, fue un permanente recordatorio de cómo NO debe comportarse un hombre, (otros escogen seguir el mal ejemplo, para demostrar su virilidad frente a machos con la misma patología), y he tratado de ser un buen padre para cada uno de mis cuatro hijos, desde mucho antes de emerger del vientre, pues la paternidad responsable comienza con el apoyo a la mujer embarazada, esa tarea es de dos, y no termina nunca, dura toda la vida (a veces más, los recuerdos de los ejemplos de mi madre, mis tías y mi suegra, son constante referencia en mi praxis familiar, buenos ejemplos a ser emulados) .

Otro flashback; Tendría yo unos catorce años cuando ocurrió un hecho sórdido, que he tenido atravesado en la memoria por décadas, y por primera vez escribo sobre eso, aunque el tardío desahogo en nada aminorará la rabia que desde entonces he sentido, ni la porción de culpa que nos correspondía a todos los que fuimos testigos, mudos y cobardes, los que nada hicimos por corregir la injusta situación que sucedió en nuestro sencillo vecindario, y me incluyo, a pesar de que era un imberbe. Otros con más edad y experiencia debieron sentir la obligación de intervenir, mas no tuvieron ni el coraje ni la dignidad para enderezar aquel absurdo episodio. A media cuadra de mi casa -materna, por supuesto- vivía una de las adolescentes más hermosas que he visto, lozana su blanca piel, largo su cabello, castaño y sedoso según recuerdo, como de muñeca las facciones de su cara, cuerpo escultural a sus 17, esa edad en que ya dejaron de ser niñas sin ser aun las mujeres cuyos cuerpos ya ostentan, prematuramente. Las estrictas normas que sus padres imponían en aquel remedo de hogar, sobretensadas por la influencia del dogma religioso (Testigos de Jehová), establecían una disciplina de tipo cuartelario, lo que impedía que la chica tuviera una vida social normal, asistiera a fiestas, hiciera amistades, conociera los amagues del amor que la adolescencia coloca, como placebos en nuestro camino, para que practiquemos mientras maduramos, hasta poder amar de veras, cuando llegue la persona indicada, no antes ni después.

En medio de prohibiciones de toda índole, encuentros furtivos facilitados por el ambiente impermeable en casa, aquella hermosa muchacha para quien estaban vedados los compañeros de estudios, los amigos y -más aun- el noviecito con acné y uniforme de liceo, elementos todos inofensivos mientras ocurran bajo la discreta supervisión de los padres en el hogar, se consiguió al atrevido con la mala intención y las agallas que requería la acción corsaria de aprovechar su inocencia, su abandono, para dejarla nuevamente sola, con las consecuencias de un proceso natural, para el cual en aquella época ni siquiera existían los mecanismos que preparan a los jóvenes para ejercer la sexualidad responsable. Distinto a la actualidad, familias no marginales, con bastante información, el autoritarismo en el baúl de lo inservible, los padres compartiendo con sus hijos, las parejas decidiendo cómo, cuándo y cuántos hijos tener, responsable y amorosamente. La vecina linda, su cola de caballo pendulando detrás de su cabeza, desapareció de nuestra barriada, expulsada por unos bichos que prefirieron la interpretación dogmática de un credo estricto, que interpreta a la maternidad como grave falta, en lugar de llenar el inmenso vacío que ellos mismos habían creado en la vida de aquella bellísima joven, a la que castigaban por ser bella, por ser joven, por carecer de la experiencia que ellos debían enseñarle y le negaron. Para colmo, tres años después me topé con la sombra de aquella muchacha, avejentada, le faltaban algunos dientes, su pelo ya no brillaba ni estaba recogido en sensual cola, y evidenciaba avanzada gravidez. Trabajaba en un burdel en el oriente del país. Tenía yo 17 años, pero supe que no debía acercarme a hablarle, ni siquiera darle oportunidad de reconocerme, pues ello le recordaría la amarga vivencia que la empujó a esa triste situación de prostitución y miseria en que se encontraba, gracias a un tipo y una tipa que no supieron asumir sus responsabilidades, ni fueron capaces de amar a su hija, que optaron por seguir en la farsa de una religión que les impedía aceptar a su hija y a la criatura que gestaba en su vientre, una secta que les ofrece la perfección después de la muerte mientras rechacen la imperfección de los seres humanos que somos, un dogma que tras la mentira del Paraíso esconde un garrote de intolerancia, contradicción y desapego.

Desde cierto punto de vista, casi llego a darles la razón a esas bestias que le dieron la espalda a su hija y a sus nietos. Tener hijos implica tener preocupaciones, las angustias se suceden una tras otra, con cada falsa alarma durante el embarazo, con el parto o la cesárea, con el llanto cuando piden su teta, o les molesta un gas, hay que cambiar pañales, darles tetero, tomarles temperatura, llevarlos al pediatra, darles sus medicinas, alimentarlos, pasearlos, acompañarlos siempre, estar a su lado cuando gatean, cuando dan sus primeros pasos, les salen los dientes o dicen sus primeras palabras, soportar la terrible separación de horas cuando van a la guardería los primeros días, ayudarlos con las tareas escolares, consolarlos con sus reveses académicos y amorosos en la adolescencia, tratar de lograr el difícil equilibrio cada vez que creen necesitar algo y uno debe decidir entre el Sí y el No, para no malcriarlos ni frustrarlos, ser apoyo cuando caen y no pueden levantarse por sí solos, ser cómplices en sus travesuras, tragar grueso cuando más grandecitos van solos a sus actividades y regresan tarde, recuperar el aliento al verlos sanos y salvos, compartir sus entusiasmos y sus tristezas, apartarse cuando exijan estar sin nuestra compañía, respetar su independencia, celebrar sus triunfos, cargar parte del peso de sus fracasos, ellos -aunque a menudo pareciera que no nos valoran- saben que estamos cerca, que somos su roca y su piso, su hombro y su mano, su permanente respaldo, para el problema, para la diversión, para el abrazo, para el dolor. Hay más, mucho más, y todo eso se lo evitaron aquellos tiesos fanáticos desde el momento en que echaron de su casa a la casi niña, ingenua e ilusionada. Con la misma estupidez con que rechazan las transfusiones, expulsan a la preñada que es carne de su carne y sangre de su sangre. Una ganga de la moderna inquisición, castigan a dos o tres por el precio de uno.

Otra ventaja que se deriva de esa conducta intolerante y vengativa, no sienten las flaquezas del cuerpo. Pasó con mis hijos, y ahora con mi nieto, de apenas 25 días, ciertas funciones orgánicas cambian, nos debilitamos, perdemos fuerzas. Cuando vemos de muy cerca a una personita tan aparentemente pequeña y frágil, la vista se nubla, los ojos se ponen vidriosos, perdemos la noción del mundo a nuestro alrededor y nos atontamos de tal forma que nos parece que únicamente existe ese ser en torno al cual orbitamos. Increíblemente, su mano puede apenas abarcar la mitad de nuestro meñique, y sin embargo, somos incapaces de desprendernos de aquel agarre tan poderoso, nos falta la fuerza frente a ese gigante de 50 centímetros. Nos ataca cierto insomnio, orgullosos como estábamos de poder dormir como troncos por muchas horas seguidas, ahora interrumpimos el sueño al escuchar el tenue llanto de ese bebé que, inclemente, le exige a su madre, sea nuestra esposa, sea nuestra hija, que coloque a su alcance esa redonda fuente de leche natural, cuyo pezón es su primer juguete, substituto del cordón umbilical que le nutría, y al que maltrata a veces, ocasionando un dolor que es parte de la complicada y absoluta maravilla de tener hijos, y nietos.

No sé qué fue de ustedes, los que rechazaron ser padres y abuelos. Imagino que por el tiempo transcurrido ya habrán muerto, y entonces supieron que aquel espacio postmorten por el cual le dieron la espalda a su hija y a sus nietos, no existe, (si existiera tampoco los iban a admitir a ustedes dos). No se qué fue de ustedes, mi vecina linda y tus dos gestaciones (de las que yo supe). Espero que hayas tenido la suerte y la voluntad de superar todos los escollos que tus circunstanciales procreadores y la mojigata sociedad pusieron en sus caminos, y que, pese al machismo y la intolerancia, hayan podido ser felices. Yo, seguiré aferrado a mis convicciones y principios, padre y abuelo entre satisfacciones, ternura, disgustos, y lágrimas, que por cierto, no sólo se derraman cuando nos abruma la tristeza, también se llora de alegría y de emoción, como cuando se juega con los hijos, se carga al nieto, o se escribe un artículo como este.

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